Cuando se mostró en febrero, en el festival de cine de Sundance, este segundo largometraje de la directora Sian Heder, remake de la francesa La familia Bélier (2014) se llevó los premios principales. Incluyendo el del público. Así se desató un hype y una puja entre las plataformas para ver quién se quedaba con ella y ganó Apple, que la compró por la cifra récord de 25 millones de dólares.
CODA, sigla para Child of Deaf Adults, es una ingeniosa y entretenida feel good movie o crowd pleaser. El tipo de películas que se ven con placer y están pensadas para hacer pasar a las audiencias un rato agradable. Esto, que puede sonar despectivo para otro tipo de films, aplica aquí como puro elogio. Heder usa todos los elementos de la comedia amable, casi lugares comunes, con la gracia y la falta de pretensión de una sólida comedia amable.
El centro de la historia es Ruby, una adolescente con un talento especial para la música y el canto, la única de su familia capaz de escuchar y hablar. Como traductora e intérprete de un grupo de sordomudos, su mundo personal se ha visto bastante limitado. En rigor, no tiene el tiempo para un mundo personal. Ruby trabaja en el barco pesquero de su padre, va al colegio, hace la tarea y se ocupa de su familia. Que no es una familia muy normal, no solo por su discapacidad, sino por sus costumbres.
Mamá Jackie (Marlee Matlin, la única actriz sordomuda ganadora de un Oscar, por Te amaré en silencio, de 1986), papá Frank (Troy Kotsur) y hermano Leo (Daniel Durant) empezarán a entender, no sin conflicto, que Ruby tiene su propia vida. Cuando ella despunte ese talento para la música, con un profesor, llamado Bernardo Villalobos, que la “descubre” y la convence de aplicar para una beca.
Historia de crecimiento, retrato familiar, con subtrama romántica, CODA nos acerca tanto a su protagonista (interpretada por la inglesa Emilia Jones, fantástica) que no hay forma de dejar de acompañarla desde la escena uno. Hablada en buena parte en lenguaje de señas, se filmó con actores sordos, con Jones como única oyente. Y consigue hacer de ese “idioma de las manos” un factor central de un relato que, sin necesidad de edulcorantes, divierte y emociona.