Cosechando múltiples premiaciones en festivales a lo largo del último año (fue presentada en Sundance 2021), la reciente nominada al Oscar “Coda”, es un remake en inglés de la película en francés “La Famille Bélier” (2014). Una serie de singulares escenas nos conmueven, tanto por su profunda simplicidad como por la autenticidad que ostenta la directora y escritora Sian Heder, a la hora de transmitir las emociones de sus personajes. Una cena familiar en donde los comensales se comunican, en silencio, solo a través de señas. Un feliz cumpleaños que puede ofrecerse de mil formas bellas distintas. Un canto entonado en silencio, no hay testigos de aquel talento oculto, tan solo las aguas tranquilas reflejan la oscilación de aquellas notas. El descubrimiento de una vocación, acaso un tesoro disfrazado en una voz de arena y pegamento, decía Bowie de Dylan. Lo importante es tener algo que decir. “Coda” comprende a la música como luz del alma y elemento alquímico que ilumina el camino de una misión: trascender.
Heder sabe perfectamente que acorde pulsar y son los pequeños detalles los que convierten a “Coda” en una gran oda que rescata la belleza primal del cine mudo. Del bullicio al silencio, a veces una brecha imperceptible conduce los designios de este coming of age para la dupla de hermanos protagonistas. Hay una mirada sensible, acerca de aquel mundo que encasilla y posterga a todo aquel distinto en su condición. Compasiva, aunque no condescendiente, sabe bien que tono dramático inferir para no caer en el abordaje burdo y previsible. ¿Cuánto sacrificarías por otro ser humano?, pregunta el histriónico profesor de música. La contundencia de aquella escena significa al film por completo. Poderosa, emotiva y genuina, su acierto se apoya en el talento de un elenco inmejorable. Tampoco es casualidad la inclusión en el excelso reparto, liderado por la joven Emilia Jones, de la ganadora del Oscar Marlee Matlin (“Hijos de un Dios Menor”, 1986).
Hay una relación entre discípula y maestro planteada de modo exquisito. Hay verbos inevitables que conforman la huella del camino: desafiar, exigir, disciplinar, educar. Allí está esa adolescente, desafiando todo mandato familiar habido y por haber, destinada a cumplir una misión, el peso de su sueño. La clave implica elevarse por encima del paisaje que ofrece un negocio familiar pesquero, dentro del grisáceo marco geográfico de un pueblo que poco tiene para ofrecer. Puede el juicio de un semejante herir la susceptibilidad y la autoestima de aquel poseedor de un talento, un don, a la vez una extraña en una familia donde parecería no pertenecer. Al fin y al cabo, destaca la labor de aquel guía espiritual y musical, encargado de convencer a la muchacha de su capacidad, convirtiéndose en el mecanismo de ignición para aquel revelador descubrimiento. De ponerle una voz, poderosa, reconocida como propia e impostergable en su escucha, a ese talento que simula un diamante en bruto.
La simbólica utilización del silencio y los sonidos para transmitir la lucha personal de cada personaje, así como la interacción de unos con otros, son pura poesía en movimiento. Una perfecta diagramación de la subjetividad en la elipsis sonora. Su enfoque es en absoluto trágico, prefiriendo una búsqueda luminosa, que no prescinde jamás del humor, incluso como salvataje en sus trances más amargos. Música intradiegética y extradiegética, casi sin distinción, abrevan en posibles simbolismos. Signos, pentagramas y más señales. Se trata de confrontar nuestros monstruos internos. Este eficaz film nos resulta una aleccionadora alegoría acerca de las formas del lenguaje, también un ensayo sobre la comunicación humana, colocando a la música como vehículo liberador en su bendito y ceremonial ejercicio. Hay algo allí vibrando, extremadamente puro, sanador e intocable.