Paweł Pawlikowski retoma el blanco y negro contrastado y el formato 1,37 de la extraordinaria Ida, su película anterior, para seguir la evolución de la guerra fría como telón de fondo de una historia de amor tormentosa. El cineasta vuelve a reflexionar sobre la dolorosa historia reciente de su país con una puesta en escena cambiante que es pertinente para los distintos momentos de la narración. La película consigue encarnar la especificidad del deseo mutuo entre Wiktor y Zula con una distancia formal que mantiene al melodrama lejos de los sentimentalismos y de los golpes bajos. Con elegantes composiciones, encuadres singulares y una maestría ostensible para el manejo de los distintos tonos de luz, la cámara logra capturar lo imperceptible: la gracia en un leve reflejo de cabello rubio o los diferentes tonos del gris de la bruma.
La historia se concentra en las rupturas y reuniones de la apasionada pareja durante quince años. La película se estructura con elipses abruptas que hacen pasar a los amantes a ambos lados de la cortina de hierro. En uno de estos cambios, la voz francesa de un ingeniero de sonido interrumpe lo que resulta ser la proyección de una película italiana para la que Wiktor está grabando la banda sonora. En esta escena, el cineasta hace explicita su búsqueda de la relación justa entre la música y las imágenes: cada secuencia de la película puede verse como el intento de encontrar el tempo justo. La puesta en escena cambia de un modo evidente entre las distintas épocas: desde el encuadre fijo para las actuaciones del grupo folclórico Mazurek con los cantantes alrededor de Zula, hasta una cámara desatada que sigue a la joven bailando borracha sobre la barra de un bar parisino. El tiempo fluye de distinto modo dependiendo del país en el que los amantes se reúnen o se separan, pero también tiende a acelerarse según la evolución de los estilos musicales. El cineasta se asimila a Viktor: tan virtuoso para dirigir una pieza de Chopin como para la improvisación en el corazón de un grupo de jazz, el pianista trasciende artísticamente lugares y épocas.
La película no sería la misma sin el esplendor de Joanna Kulig: la actriz interpreta maravillosamente las canciones populares polacas, deslumbra bailando un rock and roll y entrega secuencias inolvidables como cuando se arroja a un lago y sigue cantando a capella. Las bellas imágenes, la precisión formal y la estética austera potencian la fragilidad que persiste en la dificultad de los amantes para reunirse en el mismo contexto. La brecha infranqueable de mentalidades entre las distintas partes del mundo transforma a los cuerpos de la pareja, que ceden a la desilusión de sentirse siempre errantes.