Ya no sueño, solo olvido
Hay una imagen persistente a lo largo de Cold War (2018), la nueva película de Pawel Pawlikowski que abre la quinta edición del Festival de Cine Polaco de Buenos Aires, y es la presencia del rostro en medio de la multitud anónima. La cara con mirada perdida de la protagonista entre los pasajeros del tren, la de su pareja frente a los invitados de una fiesta concurrida en París, los rostros cantando a coro en los distintos escenarios donde se presentan. Si el rostro es el elemento por antonomasia que configura nuestra identidad, acaso Pawlikowski esté hurgando en la música triste de dos semblantes deshechos por la incertidumbre posterior a la guerra.
El filme, ganador en el Festival de Cannes de este año, hace un recorrido de casi dos décadas por la vida de una pareja de inmigrantes polacos desde finales de los años cuarenta. Él, Wiktor (Tomasz Kot), es el director de una banda folklórica que va reuniendo a músicos de diversos pueblos de Polonia para armar un coro. Ella, Zula (Joanna Kulig), es escogida para formar parte del grupo después de un casting donde se desenvuelve de maravilla. Lo que viene a continuación podría verse como previsible, pero Pawlikowski traza con detenimiento una relación accidentada a medida que se ven obligados a mudarse de país y la música compuesta y cantada por ellos se modifica.
Y si bien ambos músicos desempeñan su arte con destreza y son reconocidos por ello, se permea la sensación de que la capacidad artística no basta frente a una inquietud que los persigue donde sea que vayan. Ellos sobreviven componiendo, cantando o tocando el piano según el caso, pero no pueden huir de una incomodidad latente, como ese disco grabado por Zula que ella misma tira a la fuente con desdén. Aquí el arte no es un placer ni un privilegio, es una muleta para subsistir llanamente.
Un elemento presente en Ida (2015), la obra anterior del director, y que se repite esta vez, es la fotografía de Lukasz Zal que sitúa al individuo en la parte inferior del plano. Estamos ante el reconocimiento de que las circunstancias vividas por los personajes los superan. Las cabezas de los actores suelen estar, si bien no tan a los extremos inferiores de la imagen como en Ida, sí por debajo de la mitad del fotograma. Puede resultar curioso mencionar este detalle técnico, pero es central para sentir el agobio y la pérdida a la que están sometidos estos seres. Pero ello es aludido solo visualmente, no es una constante en los diálogos. Y con la referencia visual alcanza, porque es como si cierta inconciencia de la guerra todavía demasiado cerca, cierto vacío referido en las canciones y en el blanco y negro opresivo, se condensara en sus imágenes hasta impregnarse en nosotros para que no seamos capaces de cuestionar el final.
Hallamos además un nivel de referencias en Cold War que fluyen como complemento de la historia, pero únicamente hacen el resultado más rico de lo que ya era por sí solo. Fueron dos las más resonantes, al menos para quien escribe. Por un lado, los aires de Mónica Vitti en la fisonomía de Kulig que hacen recordar al Antonioni de los sesenta y su existencialismo, aunque aquí lo opresivo ya no está tanto en relación directa con la arquitectura sino en algo mucho más disuelto e inasible como son las vivencias de los protagonistas. Por otro, ese golpe de alma final simbolizado en los pastizales que se agitan por el viento cuando Zula y Wiktor salen de escena. Sabemos a dónde se dirigen, pero ya no hay palabra que valga. Basta con que la naturaleza se manifieste. Es una imagen que recuerda al Tarkovsky de El Espejo (1974), pero sin aquel aire críptico con el que el maestro ruso casi sofocó esa película. Aquí es suficiente este instante para condensar un vacío intuido durante toda la película, apenas evadido en el romance del director musical y su musa.