En el comienzo, una musicóloga y un director de orquesta registran canciones populares en búsqueda de nuevas voces en zonas rurales polacas a fines de la década del cuarenta. Inmediatamente viene a mi memoria Recolectora de canciones (Maggie Greenwald – 2000), una historia luminosa con un romance con final de cuento de hadas. En Cold War, en cambio, la relación amorosa es conflictiva, gris, como el color de las imágenes. Ambos músicos tienen a su cargo la formación de una troupe de canto y baile que recorrerá el país y el mundo, para difundir en un principio el folklore local, para más tarde convertirse en otro medio de propaganda estalinista. En el contexto del grupo llamado Mazurek, basado en el conjunto Mazowsze fundado en 1950, surge un vínculo romántico entre el conductor y una alumna que se extenderá a lo largo de quince años.
Los amantes atraviesan diferentes etapas que los lleva a traspasar fronteras (Berlín – París – Yugoeslavia – Polonia), en una relación desastrosa sin fin. Es un ir y venir en el que se aman locamente, no se soportan, no pueden vivir el uno sin el otro, afloran infidelidades que los distancian, en una guerra fría de sentimientos alimentada por sus distintos temperamentos. Wiktor es calmo, racional, en tanto que Zula es impetuosa, desafiante, celosa de su pareja. Las ambiciones son contrarias como así también sus actitudes ante el régimen comunista. La música, presente a lo largo del film, ejerce como contrapunto entre occidente y el Bloque Oriental dominado por la Unión Soviética.
El jazz en París es la independencia, la creatividad, el libre albedrío que permite al músico improvisar y escaparse en el pentagrama (el arrebato pianístico del protagonista ante la mirada paciente y azorada de los demás instrumentistas). Las danzas folklóricas en cambio son estructuradas, dirigidas, fruto de ensayos repetitivos donde todo está calculado y que huelen a vetustas. Cualquier desvío puede costar muy caro.
Pawlikowski elije el mismo formato de pantalla casi cuadrado (4:3) que en Ida, ganadora del Oscar en el 2014, y el blanco y negro para narrar una historia de época. La estética seleccionada le da un gran realismo a las escenas, el espectador tiene la sensación de estar viendo una película del otro lado de la Cortina de Hierro de las décadas del cincuenta y sesenta. Sintética, austera, con imágenes compactas fruto de una narración de estructura fragmentada, la película refleja ese clima moral de hipocresía del régimen marxista de entonces, marcado por el favoritismo, el espionaje y la obsecuencia