Con el dolor escrito en la mirada
Con tintes de melodrama, el film enfoca en una Polonia que parece víctima de sí misma tras la Segunda Guerra, mientras una pareja procura sostener un afecto transido de dolor, marcado por vigilancias y exilios.
De tan meticulosa y obsesiva, Cold War resulta encantadora. Y profundamente perturbadora. El blanco y negro que el encuadre académico recorta, tan plástico, hace de cada momento una experiencia visual para el deleite. Un disfrute que también se hunde en la espesura de lo expuesto, del contexto y sus personajes.
Lo primero que el film de Pawel Pawlikowski (La femme du Vème, Ida) ofrece es una selección de voces rurales, en la Polonia inmediata al término de la guerra, en busca de canciones, timbres y bailes, que den cuenta de la raíz folklórica de un país que piensa cómo reverdecer. Desde ya, la gradación tonal del film dice lo opuesto, o por lo menos apunta a direcciones diferentes. El claroscuro vuelve gris lo que toca, y esto es precisamente todo.
De esa experiencia surgirá un cuerpo artístico, pero fundamentalmente el nudo amoroso que encarnan Zula (Joanna Kulig) y Wiktor (Tomasz Kot). Ella logra cautivarle en el casting, para que él juegue a partes iguales su rol de director musical y enamorado. Con el acento sutil puesto entre ellos, Cold War inicia un derrotero de presentaciones, música y bailes. No pensé que el folklore podría emocionarme, dice uno de los funcionarios, peón que bascula entre el hecho artístico y la política del partido. A partir de allí, el asunto cobrará otra dimensión.
El interés del partido requiere ahora de loas hacia el líder, si bien se trata de una devoción que no existe en la profundidad rural, en sus cantos y lamentos, indisociables de las tareas cotidianas. Pero se les puede orientar, se replica. Hacia allí habrán ahora de ir las directivas. La relación entre Wiktor y Zula tendrá su primera prueba de fuego al descubrirse vigilados. La mirada enamorada de ella tendrá que lidiar entre los requerimientos del gobierno y sus propios sentimientos; de esta manera, Cold War expondrá también similitudes con el 1984 de George Orwell. De forma consecuente, con el nervio puesto en los minutos que corren para un encuentro furtivo, el plan previsto por la pareja arrojará un primer eslabón para el melodrama que el film propone.
El blanco y negro, se decía, corrobora una angustia que descree de los colores vivos y mucho menos del exitismo efusivo, ordenado y marcial, del rostro de Stalin vuelto bandera: es ése el fondo contra el que se recortan los nuevos bailes. De mismo modo, la tonalidad grisácea sobresale como la expresión de angustia en la que están sumidos los personajes. A su vez, será también un eco expresionista dolido; en este sentido, Cold War dirige su derrotero argumental hacia la tragedia. El devenir habrá de ser resquebrajado, con sus personajes en la procura de encontrar un lugar donde poder, valga la redundancia, encontrarse a sí mismos.
De esta forma, el film de Pawlikowski apela a las elipsis, bruscas pero elegantes. Son cortes (o acotamientos temporales) que dan una síncopa peculiar al film, de manera también acorde con las músicas que se escuchan. Cada salto en el tiempo tendrá diferentes expresiones sonoras, a la vez que lugares distintos. Desde ya, París suena de otra manera. El jazz se cuela en el piano de Wiktor, cuya música deja inferir el dolor sucedido durante los años que se omiten. A la vez, las escenas mismas suelen apelar a transiciones algo drásticas, así como las elipsis mayores. Evidentemente, el ritmo elegido por el director polaco es estudiado, bien meditado, y otorga una cadencia que deja bien lejos cualquier golpe de efecto dramático, mientras prefiere ahondar en una sensación de desajuste. Este estar fuera de lugar es lo que se reitera, de hecho, de manera sostenida.
Al respecto, uno de los ejemplos lo supone la manera desde la cual Wiktor ha presentado a Zula en los círculos parisinos. Ella lo descubre y se lo recrimina. Pareciera que es menester vestir ciertos disfraces para relacionarse en estos otros mundos. Y si bien la música prosigue, hay algo que permanece; es decir, el rock de Bill Haley (cuyo compás alrededor del reloj es una cita circular y temporal que el film explicita) no podrá alterar el dolor en la mirada que canta la letra de una misma canción y en todas las épocas.
De tal modo, el sentir apasionado pero aquejado de la pareja será síntesis de algo más general, que toca a una sociedad y seguramente a ese grupo todavía mayor que es Europa. Cold War comienza en Polonia y termina allí. Una deriva que no puede más que ser de ensimismamiento, de partida con fecha de regreso dilatada pero indudable. En otras palabras, hay algo profundo, que tiene que ver con la raíz que las canciones del inicio ya manifiestan, y que terminará por tocar algo bien íntimo, que la película astutamente confunde con la historia de amor. Es algo inasible, también inmanejable. En algún momento, y a pesar de su voz de terciopelo, Zula sabrá dejar claro que todavía no ha nacido quien pueda contenerla. Por eso, aun cuando las perspectivas no sean las mejores, todo indicará que será allí, en Polonia, hacia donde volverán los pasos.
La secuencia final tiene reminiscencias de Tarkovski, se lo respira en las paredes descascaradas de una iglesia derruida, en contacto íntimo con un mundo que abre sus puertas –de cielo y naturaleza- a pesar de la destrucción. Una suerte de sobrevida que se anuncia, pero para la cual hay que saber renunciar. Es un dolor muy fuerte. No es casual, por ello –por este caer para luego renacer- que el director polaco dedique la película a sus padres.