La luz incidente
El convencimiento es unánime: Cold War es una genialidad y su director, Pawel Pawlikowski, uno de los mejores del momento. Lo certificó Cannes, lo vindicó la crítica y el público también. ¿No se sale de la sala anonadado de tanta belleza, aun cuando la pulsión de muerte se impone subrepticiamente como destino? ¡A quién le importa! La belleza debe prevalecer, y es así como las imágenes anulan a las criaturas trágicas a quienes se les decreta un destino debido a que el guion debe ilustrar una tesis razonable: la Historia devora el deseo, el viejo mundo soviético era incompatible con el oxígeno.
Todo empieza en 1949, y todo está bien (fotográficamente). Esplendor del blanco y negro, manía de la composición, los músicos de diversas regiones de Polonia posan amablemente frente a cámara y prodigan melodías hermosas de las respectivas tradiciones que encarnan. El acopio de los placeres sonoros iniciales tiene una función precisa: contrastar con la música ideológica del estalinismo. Ese impresionante inicio introduce a la pareja protagónica, cuyo amor está signado por la desventura. Él, un pianista notable; ella, una cantante y bailarina más joven. Se conocen porque él es uno de los examinadores que deciden quiénes serán los elegidos para integrarse a una compañía artística que representará al régimen.
La historia avanza conforme a números musicales y elipsis. El enamoramiento es bastante veloz, las interrupciones de la pasión se suceden a medida que pasan los años. El relato abarca quince años y se mueve del bloque soviético a París con cierta fluidez que no siempre está presente en el interior de los planos. El nudo central es que Wiktor decide fugarse a París y Zula elige quedarse en el mundo que deniega la libertad. Habrá idas y vueltas, reencuentros, mala suerte y, finalmente, una forma de subsanar lo que la Historia hace con ellos. La inevitable intolerancia frente a la existencia ya estaba presente en Ida, aunque aquí todo parece menos explícito.
La ostensible y programática perfección de los encuadres reclama la suspensión del juicio crítico. ¿Cómo osar cuestionar los diversos planos que desconocen la asimetría? La geometría de Pawlikowski es tan seductora como la aparición de Jeanne Balibar en un papel secundario o la secuencia cinéfila en la que Wiktor trabaja en la musicalización de I Vampiri de Riccardo Freda. Sin embargo, la ineficacia dramática de la trama es un contrapunto demasiado débil para que la fotografía desmienta el desgarbado argumento que tampoco puede precipitar una adhesión inmediata al sufrimiento de sus amantes. Lo que sucede entre ellos es apenas creíble, un esbozo de pasión, que al existir en el film se le concede la habitual credulidad con la que se llega a una sala. Sin los recreos fotográficos el drama es anémico, acaso insustancial, de lo que no se predica que el placer visual sea inapropiado. Un film es muchas cosas al mismo tiempo, pero no deja de ser un todo en el que los fragmentos se ensamblan de un modo específico y que pone en marcha un funcionamiento.
Hay algo más para decir, algo que corresponde al movimiento mismo en un plano. Los planos fijos, primeros o generales son contundentes en Cold War porque tienen la fuerza fotográfica a su favor y absorben el eventual movimiento de lo que está frente al lente. Cuando el paisaje predomina, la fuerza de cada imagen es inobjetable. En los varios números musicales que integran el film, la propia danza sojuzga una inseguridad que sí se puede detectar en otros momentos, cuando Pawlikowski tiene que insuflarle movimiento al instinto fotográfico que define el orden visual de sus películas. Se trata de una descompensación menos evidente entre el encuadre y el interior del plano, una vez más protegido por la gama magnífica de variaciones lumínicas que asegura el blanco y negro.
La binaria voluptuosidad cromática de Cold War puede despertar entusiasmos desmedidos. Tras ese chantaje gozoso, lo que queda es un esqueleto de romance, una luctuosa lectura del siglo veinte y un nihilismo de poca monta.