La película sobre la vida de la celebrada artista francesa cuenta de manera en extremo tradicional y académica la historia de una mujer que se ocupó durante su vida de tratar de romper esas convenciones.
Hay algo intrínsecamente problemático en películas como COLETTE. Si se trata de contar la historia de una mujer que a lo largo de su vida logró romper las ataduras de la sociedad de su época y su inherente machismo y si lo hizo gracias a decisiones arriesgadas en lo artístico y en lo sexual, ¿porqué contar la historia de la manera más tradicional, arcaica y académica posible? Hay una película no hecha, aquí, sobre esa mujer. Una que se ponga a la par de sus decisiones personales, que se atreva –como lo hizo ella– a alejarse de las convenciones. Pero no. Colette pudo haber sido una persona poco convencional. La película sobre su vida no lo es. Más bien todo lo contrario.
Las mejores o más atractivas adaptaciones de época sobre personajes de alguna u otra manera rupturistas han logrado sumar a su forma el espíritu del retratado. Sea la MARIE ANTONIETTE, de Sofía Coppola, o –más acá en el tiempo– el I’M NOT THERE, de Todd Haynes, por citar solo dos ejemplos al azar, el trabajo a hacer con estas historias es deconstruirlas tanto como los personajes se deconstruyen a sí mismos. Si vamos a repetir las convenciones del un relato decimonónico institucional para hablar de alguien que se rebela contra las instituciones estamos desaprovechando una oportunidad. Y si la idea es esa (traficar contenidos “modernos” en un paquete clásico), el resultado no logra estar a la altura de esa búsqueda y se siente más como un llamado a los votantes de la Academia que otra cosa.
COLETTE es, temáticamente, una película apropiada para esta época. Un relato feminista, que transcurre entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX, acerca de una talentosa escritra francesa de familia campesina de bajos recursos, que se enamora y se casa con el apodado “Willy”, un playboy parisino célebre, quien además es escritor y crítico de música. El shock de la llegada de Colette a París –donde todos la maltratan y humillan, aún sutilmente– va mutando de a poco, especialmente cuando el tal Willy le pide que lo ayude a escribir una de las tantas novelas que tiene que entregar a su editor. Colette “inventa” a Claudine, un personaje que se basa en su propia historia. Tras varias idas y vueltas, publica el libro y es un éxito enorme que genera secuelas. Pero el problema es que el que los firma es él, ya que nadie entonces aceptaría o compraría literatura escrita por una mujer.
Durante la primera de las dos horas del film de Westmoreland, Colette y Willy parecen poder convivir con este curioso arreglo. De a poco eso se va a extendiendo a la vida sexual de la pareja. El tiene relaciones con otras mujeres y ella, de a poco, no solo las acepta sino que empieza a tener las suyas. Y con mujeres también. De hecho, llegan a compartir una amante, algo que resulta más tormentoso de lo que parece. Pero de a poco va quedando claro que el proceso de liberación personal de Colette irá más lejos de lo que el moderno pero aún machista y en ciertos ámbitos muy conservador Willy puede soportar. Y el conflicto terminará por estallar.
El problema de COLETTE, de vuelta, está en los recursos y en los modos en los que cuenta esta historia. Academicismo puro, sistemas narrativos tradicionales y si se quiere enquistados en modelos tan antiguos como el patriarcado que la película –y la protagonista– dicen combatir. Desde el uso del inglés (los británicos Keira Knightley y Dominic West encarnan a los protagonistas, hablando en inglés y escribiendo en francés) a la organización formal canónica del relato pasando por el histronismo actoral –a la inglesa, eso sí– propio de las películas que buscan premios y nominaciones, no hay nada en la forma de la película en sí que honre al personaje que retrata. Y es una pena porque alguien como ella merecía una película tan desafiante como su persona.