Colette: Liberación y deseo

Crítica de Isabel Croce - La Prensa

"Hay que acostumbrarse al matrimonio", dirá alguna vez Colette y alguien le contesta: "Es mejor que el matrimonio se acostumbre a ti". Ella no pensaba lo mismo cuando tenía diecisiete y, criada en la campiña francesa y educada por una madre liberal, moría de amor por Henry Gauthier VIllars, habitante del centro de París, catorce años mayor y bastante atractivo. El le haría conocer las bellezas y no tanto de una ciudad cosmopolita donde él mismo reinaba con sus más de 35 "negros" y numerosas amantes.

Es que Colette se había casado con alguien que vivía del oficio de escribir, pero a través de los llamados "negros", jóvenes aspirantes a escritores o medianos novelistas de pocos francos la carilla.

Gauthier Villars, conocido por Willy, era un astuto mercader de palabras, que a falta de extenso vocabulario sabía muy bien qué quería leer la gente y cómo diagramar bocetos a los que incorporaba escritores desconocidos o aspirantes aventajados que escribían bajo sus lineamientos por una paga y sin firma.

Vividor atractivo, dueño de olfato comercial, detectó el talento literario de su joven esposa y la alentó a escribir. Así surgió la inicial "Claudina en la escuela" y la serie de novelas que le siguieron con el éxito popular de esa protagonista joven (Claudina) con la que se identificaron jóvenes y no tan jóvenes, y durante décadas no sólo compraron sus libros sino las cremas Claudina, los jabones del mismo nombre, o lucieron la moda que de ella surgía.

Los éxitos literarios eran firmados por Willy y fomentaron la destrucción de un matrimonio que ya se bifurcaba en relaciones, como las de los políticos, multilaterales. Es que Colette disfrutaba de las experiencias sexuales sin distinción de género o moralidad. Sus parejas serían desde descendientes femeninas del zar Nicolás I (Missy) hasta editores de diarios famosos, pasando por algún hijastro adolescente cuando ella bordeaba los cuarenta o aristócratas casadas que también Willy festejaba.

BOHEMIA PARISIEN
Wash Westmoreland, un personaje de la bohemia inglesa, director con Richard Glatzer -su pareja- de la recordada "Siempre Alice" (Joanne Moore) elige una dupla como protagonista y pinta un fresco de la "Gozosa París" de 1912 a 1920, momentos en que el teatro se atrevía a todo, en que Helena Rubinstein comenzaba a transformar a las mujeres con sus cremas y Les Ballets Russes asombraban a la ciudad con su exotismo y audacia encarnada en un tal Nijinsky, que revolucionaría la danza. Entre ellos, la guerra que estallaba y la prepotencia de una mujer que se aventuraba a demandar su derecho a firmar sus obras literarias y vivir la vida que sentía.

Filme sobre la libertad, más allá de cualquier paternalismo disfrazado de protección, con elegante reconstrucción de época, donde brillan la moda y París con su bohemia intelectual. Poder disfrutar de una época en la intimidad de sus fiestas de literatura y escándalo, o de esas extrañas representaciones teatrales donde los recientes descubrimientos de la tumba de Tutankamon (1922) las poblaban de momias y sarcófagos, es una curiosidad y un placer.

EL ESTALLIDO
El espectador disfruta de conocer una Francia distinta, donde la Torre Eiffel era joven y el Arco de Triunfo no era vandalizado, aunque ya se percibía que las relaciones podían tener estallidos y que aquello de "París era una fiesta" podía entrar en crisis.

Nunca tan bien elegida Keira Knightly con el encanto, la picardía y la reserva de esa dama atípica que fue la autora de las Claudinas y "Gigi", la primera mujer en entrar a la Academia Goncourt y que quizás por haberse confundido de época no pudo incorporar a sus tres matrimonios, un cuarto igualitario con la escultora Missy, de quien se decía era la hija ilegítima del zar Nicolas I.