Colette: Liberación y deseo

Crítica de Mex Faliero - Fancinema

LIBERTAD, LO DEMÁS NO IMPORTA NADA

Sin dudas que Colette: liberación y deseo es una película que cae de manera oportuna en este presente de debate de géneros, revalorización de la figura de la mujer en la sociedad y cuestionamiento a las instituciones patriarcales. Colette, la escritora, fue un símbolo allá por comienzos del Siglo XX de cómo la mujer debía optar por la libertad como modo de vida, aunque también operaban cuestiones sexuales debido a una bisexualidad asordinada que prontamente explotó públicamente y generó sus controversias. Por tanto, la película de Wash Westmoreland abarca un amplio abanico de temas contextuales que podrían anclarla en la mediocridad de las circunstancias y volverla absolutamente perecedera. Sin embargo, y más allá de algunas remarcaciones y subrayados, hay algo lúdico en la forma en que el director aborda los temas que convierten a Colette: liberación y deseo en una película mucho más atractiva de lo que sus modos algo apolillados daban a suponer a priori.

Colette: liberación y deseo es un film que se mueve cómodamente en ese molde cinematográfico que tiene como etiqueta más cercana al cine de James Ivory: impecabilidad en rubros técnicos para representar una época pasada, una cámara que busca construir cada plano en una pieza de arte, seducción por rituales de alta sociedad y una aproximación a eso que transita por debajo de la superficie. Digamos, eso que el cine británico ha explotado hasta el hartazgo y que le ha ganado el mote de qualité. Lo fundamental en el trabajo de Westmoreland, entonces, es cómo logra sacarse el peso del maquillaje, el vestuario y la dirección de arte, y hace que la película cobre vida a partir de construir un vínculo sumamente atractivo entre sus personajes principales: Colette (Keira Knightley) y su esposo Wally (Dominic West). Hay algo de vodevil en la manera en que esa relación atraviesa diversos estadios, desde la fascinación primigenia de ella hasta un vínculo que se vuelve meramente profesional y hasta liberal en la forma de entender la sexualidad.

La película es explícita respecto a cómo sólo la relación de pareja sirve para sintetizar todos sus temas: comienza con la visita de Wally al hogar de Colette, todavía una joven campesina, y culmina cuando la pareja termina por quebrarse. En el medio, hay todo un compendio de emociones que se construyen siempre desde el punto de vista de ella: va de la fascinación ingenua del comienzo, hasta la desilusión por la traición última de un tipo que la ha sometido y hasta esclavizado en post de la buena literatura. La suspensión del punto de vista a partir de la mirada de Colette es clave en la película para observar el crecimiento del personaje (el ficcional y el real): cómo el entorno y especialmente el vividor Wally se van modificando a los ojos de la mujer es una decisión muy inteligente por parte de Westmoreland. La película entonces aborda desde ahí no sólo las obvias cuestiones relacionadas con lo sexual y lo genérico, sino también el arte, el valor de lo falso y lo real, y un interesante juego de dobleces a partir del emblemático personaje de Claudine, aquella heroína literaria creada por Colette pero a la que Wally le ponía la firma. El “Yo soy Claudine” que en determinado momento Colette le espeta a Wally trasciende la mera declaración de autoría para reafirmar una posición del personaje respecto de su vida personal.

Y si bien todo esto está más que bien, también es cierto que Westmoreland podría haber expresado lo mismo desde una narrativa anticuada y que busque exclusivamente lo académico. Por el contrario, y hasta asimilando precisamente el universo de sus personajes (que también se vieron seducidos por el vodevil y el cabaret), hay un refinamiento justo que no impide lo juguetón del asunto, incluso una comicidad veloz y amable, especialmente en una notable secuencia que en montaje paralelo muestra cómo Colette y Wally llegaron a compartir una amante. Son esos pasajes los que distancian a Colette: liberación y deseo del cine acartonado al que parece refrendar. La vibración en la que se mueve la pareja, que le otorga cierta fricción al relato, es lo que hace válido este retrato justo y preciso sobre reafirmación femenina. Vibración a la que Knightley le otorga su habitual intensidad moderada y en la que West brilla con la construcción de un personaje entre patético, caricaturesco y villanesco, pero siempre complejo en su manera de manejar sus obsesiones.