La palabra “emancipación” tiene demasiada historia; el abuso no le es desconocido, tampoco la decepción. Aun así, no deja de ser un término en el que anida una promesa, porque ninguna situación, ningún estado de cosas están indiscutiblemente clausurados.
La invención de la novela (y más tarde del cine) contribuyó a identificar otro sentido de la emancipación: el mundo de los personajes, las creencias que los definen, las decisiones que toman frente a ciertas circunstancias liberaron al lector de una comprensión unívoca de cualquier fenómeno humano.
Para una situación puede haber siempre más de una respuesta. Es por eso que con la novela se inaugura una práctica sin mediaciones con la que se puede pensar más libremente, sin tutelas.
En una escena al paso del filme de Wash Westmoreland, una novela recién editada empieza a llegar a sus lectores (todas mujeres). Cada ejemplar en una mano es más que eso. Sucede que ese libro constituye la glosa del aludido espíritu de emancipación, porque ahí se avecina una forma de ser aún no imaginada por muchos, pero sí sentida por algunos.
Es lógico, por otra parte, que se trate en este caso de mujeres, porque la literatura de Sidonie-Gabrielle Colette (1873-1954) desempeñó un incentivo para reconocer el deseo femenino sin el yugo de la maternidad y desentenderse de la vida doméstica al servicio de los hombres. Colette batalló por tomar la palabra y al hacerlo se liberó por la palabra del imaginario de la época.
Westmoreland, cuyas películas precedentes también tienen protagonistas femeninas, se ciñe al período de tiempo en el que Colette se casa y vive con el escritor Henry Gauthier-Villars (o Willy), a quien corrige primero sus textos y luego le redacta enteramente libros en su nombre, incluidas las novelas dedicadas a Claudine, que delineó un nuevo arquetipo de mujer, lo suficientemente desobediente para desmarcarse del legado victoriano y así inaugurar un modelo de mujer del cual hoy sigue vigente su absoluta vindicación.
Colette amó a hombres y a mujeres por igual, disoció en su prosa el placer de la reproducción, intuyó el impulso de la moda y ayudó a establecer un nuevo lugar de la mujer en el orden social. Todo esto se muestra en el filme con bastante gracia y un indisimulado sentido didáctico. La puesta en escena se limita a la ilustración.
No faltará el halago respecto al buen gusto acerca de la indumentaria y la mueblería elegida para representar una época, condiciones de producción que son requisitos mínimos para cualquier filme con intérpretes reconocidos. Es evidente que el actor DominicWest como Willy disfruta de las líneas que entona y de lucir sus bigotes decimonónicos; la habitual rigidez de Keira Knightley se diluye a medida que su personaje progresa moralmente y así llega a besar mujeres y hasta se anima a representarlo en público.
Hay otras sugerencias en Colette: Liberación y deseo, como la relación de la palabra, la experiencia y la autoría, y asimismo sobre formas de amar que desconocen el sentido de propiedad afectivo. Se puede amar sin poseer. Alusiones dispersas que alcanzan para conseguir un esbozo libertario y contradecir misteriosamente a un coro de indignados del presente a quienes todavía les preocupa legislar sobre los placeres ajenos.