Colossal

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Colossal: el arte de contar lo increíble

Es muy difícil encontrar otra película como Colossal, porque es dificilísimo hacerla. No sólo por la increíble premisa de la que parte. En realidad no parte de ella, porque la conexión entre lo que sucede con dos personas en una plaza en un pueblo norteamericano y lo que ocurre en Seúl se establece cuando la película ya ha avanzado. Y ya le creemos, porque a Colossal le creemos mucho, también esa conexión disparatada entre mujer y hombre y dos monstruos gigantes (kaijus) arraigados en la tradición del cine japonés. Vigalondo (Los cronocrímenes) es alguien que entiende los mitos y las energías del cine, y sólo desde ese entendimiento se puede llevar adelante, con este ritmo y esta gracia, una película así. Vigalondo no se disculpa por esta propuesta -que definió como un cruce entre ¿Quieres ser John Malkovich? y Godzilla- inviable en los papeles, sino que cuenta con algo que no está presente todos los días en el cine: la convicción. Vigalondo sigue los consejos de Oscar Wilde: se preocupa por hacernos creer en su decisión de contar lo que está contando y, así, nos hace creer en eso que cuenta. Y va más allá, nos divierte en el sentido más feliz: nos atrapa porque su mecanismo narrativo es de una bienvenida insolencia. Historia de chica que es echada de casa por su novio, que vuelve al terruño, que se reencuentra con un compañero de primaria que tiene un bar. Y hay celos y maldades, y alguien tiene que enfrentar esas maldades, como se pueda. Y Anne Hathaway y Vigalondo pueden.