Entre el romance y la autoayuda
Si se evitan los lugares comunes del turista aleccionado por las agencias de viaje, las travesías suelen deparar sorpresas, descubrimientos, incluso cambios internos en quien las transita. No hay en ello ninguna novedad y el cine ha sabido aprovechar, en muchas oportunidades, escenarios de lo más diversos como excusa y metáfora del viaje interior. Comer rezar amar describe el recorrido de su heroína, Liz, basándose en el bestseller autobiográfico de Elizabeth Gilbert. El libro es una cruza entre la novela romántica y la autoayuda que el film de Ryan Murphy (Nip/Tuck) ilustra con espectacular énfasis en el rodaje en locaciones. Claro que no todas las mujeres cansadas de un matrimonio estéril pueden optar por la opción del divorcio rápido seguido de un viaje por el mundo, por cuestiones económicas y de otro tenor. Pero ésa es también la magia del cine: permitirle al espectador abandonar tierra firme y fantasear durante un par de horas con la posibilidad de pasarla bien, conocer nuevos lugares y gente e, incluso, encontrar de pasada a Dios.
Ese es el concepto y el “gancho” de este largometraje, claramente destinado a cierto público femenino, y eso es lo que le ocurre a la treintañera interpretada por Julia Roberts, quien luego del revelador encuentro con un místico abandona Nueva York para visitar Italia primero, luego la India y culminar su viaje de iluminación en Indonesia. Pero los problemas que pueden impedir el disfrute de Comer rezar amar son varios. En principio, la película sufre de un complejo de Narciso encarnado por la imagen de la Roberts, quien llena la pantalla con una belleza y carisma a la cual la cámara se entrega sin poner ningún tipo de distancia, como en una sesión de modelaje. El universo se reduce a ella, sus diatribas y mohínes, y poco importa lo que ocurra a su alrededor si no hay algún corolario directo sobre su cuerpo, mente o espíritu.
Luego del prólogo neoyorquino, el film es estructurado en base a las tres geografías, cada una de ellas relacionada con uno de los verbos del título. Así, el primer paso para procesar el duelo de la separación parece ser el hedonismo, y qué mejor lugar que Roma, transformada así en un sitio donde la gente come fideos, gesticula y disfruta sin más de la vida. Una mirada de tarjeta postal, casi la antítesis de la abigarrada Roma de Fellini. Luego llegan el ascetismo y la introspección, enmarcados por el colorido de la India, otro cliché utilizado hasta el hartazgo por la mirada orientalista de cierto cine reciente. A las expresiones del tipo “vuelve a entregarte al amor” se les suman ahora otras sobre la paz espiritual y el equilibrio entre cuerpo y mente.
Finalmente, en la isla de Bali, regresará el ansiado y temido amor, encarnado por un brasileño que también anda por la vida con el corazón roto (Javier Bardem). En última instancia, y más allá de las promesas de reflexión y cultivo espiritual, se produce el retorno más inesperado, y todo parece reducirse a encontrar a la media naranja, al viejo y vapuleado príncipe azul. En este mundo post Sex and the city (la saga cinematográfica, no tanto la serie), ese hombre debe ser cortés y galante, masculino pero sensible, estar bien dotado y poseer una importante independencia económica. Demasiado viaje, demasiado metraje (140 minutos) para terminar cayendo en semejante estereotipo: aquello que las abuelas llamaban, sin empacho, un buen partido.