El amor después del dolor
Si el paso del libro al fílmico suele ser traumático, qué esperar de la adaptación cinematográfica de un libro-crónica de viaje que narra el recorrido de una periodista en plan introspectivo. Música estridente, colores chirriantes y, obvio, comida, plegarias y algo de amor, todo en las más de dos laaaaargas horas que dura Comer Rezar Amar (Eat Pray Love, 2010).
Exitosa en el trabajo pero no en el amor, Liz Gilbert (Julia Roberts) se propone recorrer el mundo (bah, Italia, India y Bali) para autodescubrirse. Allí conocerá a Felipe (Javier Bardem), un apuesto galán que le hará reconfigurar sus prioridades.
El mundillo cinematográfico esperaba con particular expectativa la adaptación de Eat, Pray, Love: One Woman's Search for Everything Across Italy, India e Indonesia. No sólo por su permanencia durante 88 semanas en los primeros lugares de venta en New York, sino porque es la primer película de Ryan Murphy (antes dirigió la directo a DVD Recortes de mi vida (Running with Scissors, 2006)) después del arrollador éxito de crítica y audiencia de la primera temporada de su hijo pródigo, Glee. Menuda decepción. Comer Rezar Amar está articulada como una road movie, pero tiene poco de lo primero y menos de lo segundo.
No resulta un defecto per se el escaso desarrollo de personajes secundarios, más aún cuando las películas de este sub-género se caracterizan por la aparición fugaz de criaturas cuya única funcionalidad radica en la modificación del curso habitual de la vida del protagonista, amos y señores de estas narraciones. Sí molesta la apelación al estereotipo, su caricaturización casi irrespetuosa. Comer Rezar Amar apela a cada lugar común del extranjero para que orbite a la protagonista en cuestión: simpático, atento, por momentos tontuelos, siempre hablando en un inglés con acento marcado.
Episódica, de narración ciclotímica que avanza de a saltos para luego dormir por largos minutos (cada lugar geográfico se vincula a una de las acciones del título), Murphy suple emociones por saturación de sentidos. Por eso machaca hasta el hartazgo, con colores acordes y una aureola esfumada que dé un tono onírico, esos “buenos momentos” del relato. Por eso la música no es un complemento sino un (otro) elemento simple que decora y marca aún más la unívoca dirección hacia la quede moverse el espectador. Por eso Murphy estiliza hasta la duración, que alcanza la friolera de 132 minutos.
Pero Comer Rezar Amar tiene también un punto favorable. Al menos tiene un tono leve y intrascendente que lejos está de presumirse importante, algo que la diferencia de Verónica decide morir (Veronika Decides to Die, 2009), por citar el caso de otro film en tono autoayuda estrenado hace algunos meses. Estamos ante una comedieta romántica, un intento burdo de retratar un viaje hacía la introspección. Una película menor que lejos está de los antecedentes de sus protagonistas y, sobre todo, de su director.