Reir, llorar, facturar
El cinismo es uno de los instrumentos más apreciables en la crítica de cine actual, y llama la atención cuando muchos de esos críticos exigen una vuelta al clasicismo y desprecian las filmografías de tipos como los hermanos Coen, precisamente por pecar de cínicos. Ante este panorama, una película como Comer rezar amar se presenta entonces como un plato servido para ser destrozado sin compasión. A saber: adaptación de un best-seller con tufillo a autoayuda, utilización de paisajes turísticos como postal, recurrencia al estereotipo para mostrar al extranjero, un catálogo de frases con moraleja, un espiritualismo cercano al new age, una mirada edulcorada sobre el amor romántico, y un director que confunde ritmo con mover la cámara descontroladamente. Así como estamos, Comer rezar amar puede ser uno de los peores estrenos del año. Sin embargo, hay algo que la hace un poquito mejor: sí, claro que sus intérpretes, con un lucimiento mayúsculo de la esplendorosa Julia Roberts, pero además cierta honestidad en su mensaje, cierta autoconciencia de lo que es como producto. Que esto no derive en un film recomendable -o no al menos recomendable en un sentido de excelencia- es porque a pesar de todo no deja de ser un producto grasa, berreta y aleccionador.
Bien se puede utilizar la máxima “el que avisa no es traidor” para hablar de este film de Murphy (creador de éxitos televisivos como Nip/Tuck o Glee): desde el trailer se nos presentaban todos estos escollos e, incluso, desde el título se nos ordena el arco dramático que recorrerá Liz Gilbert (Roberts) cuando luego de un divorcio y un desengaño amoroso decida irse de viaje y comer en Roma, rezar en La india y amar en Bali. En todo caso llamar “escollo” a los elementos que componen un producto como este no es del todo acertado: con sólo leer las listas de best-seller en la actualidad, comprendemos que artefactos como estos son un suceso y que hay un público esperándolos. Entonces, deberíamos decir que estos son escollos para aquellas personas que, como quien suscribe, están muy alejadas de lo espiritual y de la búsqueda del Dios interior o exterior. Una película como Comer rezar amar puede ser analizada de la misma forma que un film animado: los chicos suelen disfrutar de cosas que a veces nosotros, los críticos, no; por eso hay que tener cuidado a la hora de decir que algo es malo o bueno. Lo mismo pasa con estas películas de autosuperación. Porque, como dijimos recién, el que avisa no es traidor.
Y entonces tenemos a Liz, que toma distancia de un marido que la insumía en un matrimonio infeliz para luego relacionarse con un joven espiritual, que la introduce en el mismo universo de infelicidad. Está claro que, a esta altura, el problema es ella y no los demás: para tratar de hallar algún tipo de verdad, decide emprender los viajes anteriormente mencionados. Viaje que será una nueva recurrencia del cine al viaje exterior que termina siendo interior, y que se resuelve en el último plano con alguna especie de concreción personal que, imaginamos, es la cima a la que el personaje aspiraba llegar. En La India, Liz se vinculará con un compatriota que de alguna forma le hará ver aquello que no podía, y en Bali aparecerá ese amor que presagiaba el título en la forma de un Javier Bardem convertido en brasileño por obra y gracia del arbitrario guión. Cada pieza dará pie a la siguiente y, con la suavidad propia de estos tipos de relatos -un poco de humor naif, algo de drama superficial y pizca de romanticismo estereotipado- el espectador se podrá ir a su casa con dos o tres verdades, que de tan obvias, son por demás irreprochables. Por ejemplo: “dejá de tenerle miedo al amor por algún fracaso anterior y lanzate de nuevo a la pileta”.
El éxito o no de una cosa como esta, condenada desde el vamos al cliché y el estereotipo, se respalda básicamente en la calidad de sus intérpretes y en el ojo del director para hacer que, con el máximo candor, aquello que vimos mil veces nos parezca novedoso. Y Comer rezar amar sólo acierta en uno de estos ítems: el de las actuaciones. Murphy tuvo la inteligencia de rodearse bien, tal vez gracias al prestigio ganado con sus productos televisivos: que el marido abandonado sea Billy Crudup, que el novio espiritual sea James Franco, que el viejo compatriota que tira verdades sea Richard Jenkins y que el amante brasileño sea Javier Bardem es una fortuna con la que no todos estos dramitas moralizantes cuentan. Cada uno, en su momento, logra construir una segunda dimensión a personajes que son puro concepto, puro significado lineal: así, se observa cierta autoconciencia del rol que cumplen dentro de un plan mayor. Porque estas no son películas, sino planificaciones de mercado sobre lo que Hollywood cree que el público necesita en determinado momento.
Crudup, Franco, Jenkins, Bardem forman una interesante base para lo que es, al fin, Comer rezar y amar: un vehículo para el lucimiento de Julia Roberts, que aquí vuelve a estar fantástica. Uno le cree, como le cree a todo el elenco, esas desgracias de la vida cotidiana que le tocan atravesar. Y hasta llega a tragarse algunas de esas frases que se tiran, dignas del almanaque. Parte de la efectividad de un actor es hacernos creer aquello que es increíble: lo que hace aquí el elenco es comparable a lo que puede hacer un Stallone o un Schwarzenegger cuando se cuelgan de un avión a mil metros de altura. Sólo así, por el filtro de estos notables actores alejados de mohines o gestos desmedidos -vean con que sutileza Bardem construye a su galán, como Crudup le suma humor a un personaje triste-, podemos tolerar esta película.
Incluso, se deben enfrentar a la inoperancia de un director como Murphy que mueve la cámara incomprensiblemente para lo que es un drama liso y sin demasiados lucimientos formales. Además, inserta imágenes y recurre al montaje acelerado, sin mencionar paneos inútiles o desplazamientos grandilocuentes para contar, por ejemplo, cómo un auto se va de su casa. Es como si Murphy se hubiera engolosinado por el reparto, el presupuesto que le dieron y como un adolescente en una disco no supiera bien qué hacer: el momento de mayor horror audiovisual llega cuando Liz degusta un plato de fideos y la cantidad de estímulos de imagen que propone el director son un impedimento para el goce que significa ese momento. Era dejar la cámara quieta y ver cómo la actriz componía ese disfrute. Bajo la mirada del director, en Comer rezar amar funciona mejor la comedia que el drama, sobre todo cuando parece mofarse de la autoayuda y del cliché occidental sobre la espiritualidad oriental. Y como el film va de la comedia al drama, es obvio decir que se va desbarrancando lentamente en un final que se estira, y que las verdades a las que llega con demasiado ordinarias como para darles relevancia. Y que si lo que Liz buscaba era lo que el último plano muestra, la verdad que lo suyo era bastante superficial y no se precisaban estos larguísimos 133 minutos para contarlo.