Mi amigo, el dragón.
Como si la mitología que ha dado a conocer a esas “criaturas dragonianas” más próximas a la glorificación de deidades portadoras de cualidades de furiosa y terrorífica naturaleza o indeterminada sabiduría no resistiese al encanto de una historia de amistad bella y fuertemente liberadora, Cómo entrenar a tu dragón, film basado en uno de los ocho libros infantiles sobre dragones de Cressida Cowel, desmantela el lugar común de los mitos mencionados al combinar la emotividad de una relación similar a aquella encontrada en una película como El corcel negro, cuyo vínculo entre un niño y un animal se hacía enérgico bajo la cercanía de las caricias y una comunión inquebrantable, con el ritmo intenso de la animación made in DreamWorks y la remembranza inequívoca a esos personajes de Lilo & Stitch creados por los mismos directores (Dean DeBlois y Chris Sanders); pero sobre todo a Stitch, si tenemos en cuenta la apariencia física, en especial el rostro, de un dragón tan expresivo como único en su tipo, bautizado por Hipo (el joven vikingo protagonista) bajo el nombre de Chimuelo (ínfima “desgracia sonora” impartida por el doblaje, hay que admitirlo).
Mientras la pronunciación de su nombre no me genera devoción alguna, los gestos del dragón, en cambio, me parecen asombrosos y encantadores: las escenas en donde Hipo y Chimuelo comienzan a acercarse el uno al otro para comprenderse y afianzar una correspondencia tan mágica como necesaria para sus historias (y para esta historia) provocan una gracia y justeza brillantes: el movimiento de los ojos, las expresiones faciales del dragón, el sentido de su mirada y la textura de su piel se suman al desplazamiento altamente realista del mismo (en términos de animalidad corporal), produciendo una gestualidad hipnótica, fascinante y tremendamente expresiva que convierte al pequeño ser en una criatura exótica cuya simpatía y voluntad parecen no tener límite alguno: Chimuelo puede adoptar la actitud sigilosa de un gato, la ferocidad de una pantera e incluso imitar el reposo de un murciélago (en un plano se lo muestra descansar cabeza abajo). Aunque también puede ser tan fiel y juguetón como un perro o heroicamente protector como sólo una criatura mitológica puede serlo en la más impensada circunstancia de la más alta imaginación épica: vean el resultado de la batalla decisiva contra esa especie de dragón dictador tamaño Leviatán: tal protección únicamente puede concebirse como fabulosa, fantástica, angelical.
Esos rasgos, son los que producen el conflicto principal a través del cual se estructura la película. Es que no existe dragón alguno como Chimuelo: él es único, a diferencia de los restantes tipos o clases de dragones, los cuales son mostrados como enemigos del pueblo vikingo durante ese admirable, oscuro e impulsivo inicio del film que aprovecha las virtudes de la animación digital para hacer desplazar con virtuosismo la cámara, logrando imágenes de profunda intensidad. Un comienzo cuyo sentido, mucho más tarde, será alternado, proponiendo la unión definitiva entre humanos y dragones. Esa unión, sólo podrá llevarse a cabo por dos seres que, dentro de su clase, se presentan como distintos: si Chimuelo es incomparable (no hay rastro alguno de otro dragón como él en toda la película), Hipo también lo es: de una delgadez extrema pero de gran inteligencia, el hijo del jefe vikingo sólo puede ser visto bajo la mirada del resto como un alfeñique que nada tiene para ofrecer a aquellos valerosos, violentos y (físicamente) poderosos guerreros que forman parte de su aldea. Sin embargo, él será quien devele la verdadera condición de los dragones a través de la práctica del comenzar a conocer al otro.
Y aquí, la película nos brinda un abordaje ciertamente interesante que culminará con un mensaje de unión, de libertad y de reconocimiento: Hipo conocerá a Chimuelo y empezará a descubrir su particular esencia debido a una acción que él llevó a cabo: la pérdida de una de las alas traseras del pequeño dragón es producto del ataque de Hipo, cuando concreta con algo de suerte un disparo sobre el otrora “furia nocturna” (nombre que utilizan los aldeanos para referirse a este dragón). Lo cierto es que el delgado vikingo encontrará a Chimuelo, se dará cuenta de que no puede matarlo (él no es como los otros vikingos) y lo ayudará a recuperarse, colocándole un ala artificial producto de su ingenio para que éste pueda volver a volar. A partir de allí se sucederán imágenes fantásticas mientras la comunión entre ambos se va construyendo y potenciando particularmente a través de los vuelos (escenas maravillosas, de un vigor creativo inconmensurable). Luego, Hipo logrará sobresalir sobre el resto de sus compañeros vikingos al manifestar su eficaz dominio sobre los dragones. Capacidades que lo llevarán a un conflicto con su padre, pero que culminarán por demostrarle a su progenitor el valor de su entrega y de sus comprensiones sobre un universo de criaturas que eran catalogadas e ilustradas de manera nefasta dentro de esa especie de enciclopedia cuyo objetivo era describir la única faceta conocida acerca de los dragones: la violenta.
Ese error, un saber limitado sobre el mundo del otro, será subsanado cuando se manifieste el verdadero origen del mal detrás de los ataques de los dragones; un mal que al eliminarse mediante, digamos, la unión que hace la fuerza, otorgará emancipación, conformará la coalición entre grupos y producirá la declaración heroica de Hipo y Chimuelo. Dos personajes que en este film de DreamWorks nos emocionan y nos recuerdan perfectamente aquel maravilloso concepto fundado a partir de una relación afectiva única: la amistad.