La ópera prima de Fernando Salem –cuyo premiado cortometraje Trillizas Propaganda fue exhibido en el 22º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata– narra la historia de Celina, una chica sanjuanina que luego de perder a su padre decide ir en busca de su madre, que la abandonó cuando era niña. El título de la película se lee sobre una pantalla en negro, tras un prólogo introductorio de casi quince minutos que le sirve al director para sumergir al espectador en el universo casi anacrónico, suspendido en el tiempo que habitan sus personajes, por el cual parecen deambular sin prisa. Criaturas solas, rotas, un poco tristes y perdidas a las que Salem registra muy de cerca y acompaña hasta el final. Su película se ubica en un lugar intermedio entre una road movie y un coming of age, con un guion efectivo y cierto aire de ligereza que sobrevuela cada escena.
De niña vulnerable a chica rutera, Celina busca respuestas a través del desierto calcinante, pero la película no tiene ninguna para ofrecerle. Los personajes se funden con el paisaje, y sus conflictos van cobrando mayor peso a medida que la narración avanza creando su propia cadencia. Sin embargo, hay algo que no termina de funcionar, de encajar con el resto, algo que resulta molesto. Cada tanto aparecen, a modo de separadores, fragmentos que se cuelan de repente en la pantalla y quiebran abruptamente la atmósfera que se había creado hasta ese momento, rompiendo con el tono cálido e intimista por el que transitaba el relato. Como si el director quisiera filmar dos películas diametralmente opuestas, estos inserts interrumpen la trama para mostrar a los personajes hablando a cámara sobre la existencia del amor para toda la vida, cómo ser feliz o superar las adversidades, atentando contra la emoción genuina que fue tan cuidadosamente construida previamente. El recurso no es compatible con la forma elegida para contar el relato, simplemente porque su función no es trasmitir ninguna información adicional ni aportarle fluidez, audacia o virtuosismo a la película, sino más bien todo lo contrario. Una vez que se vuelve al punto en el que había quedado la escena antes del sobresalto, el espectador debe hacer un esfuerzo para recrear el estado emocional en el que se encontraba antes de la interrupción. En la última escena –quizás la más poderosa y sutil de todas– dos personajes se reconocen entre sí, pero también a sí mismos, entonces el cine se convierte en espejo y ventana al mismo tiempo.
Modesta, misteriosa y melancólica, la película hace pie en un guion muy seguro de sí mismo para contar una historia que emociona a fuerza de buenas actuaciones y de personajes cuyo destino nos preocupa.