Hay dos maneras de acercarse a esta sátira sobre el mundo de la creación artística en general y del cine en particular. Una es tomando la anécdota de la competencia entre dos actores: un maestro “comprometido” que odia el pasatismo (Martínez) y una estrella de Hollywood (Banderas) convocados por una muy manipuladora directora de vanguardia para intentar la obra maestra (por encargo de un farmacéutico ansioso por el prestigio). La otra es buscar qué hay de verdad en las posiciones de cada uno y descubrir que, más allá de varios momentos donde la risa es permanente gracias a un perfecto uso del aparato cine (sonido, disposición en el espacio, el sutil movimiento de cámara aun cuando prima el plano fijo), todos tienen razón y que, en última instancia, una película es, como un cuadro o una novela, algo que nace de la cabeza de alguien, de una persona en particular que se nutre, pero no usurpa, el arte de otros (o su artesanía). El núcleo es Penélope Cruz, que aquí logra combinar el capricho de una artista con la inteligencia, una rara ternura y, sobre todo, gracia, conocimiento sobre los tiempos de la comedia. Incluso los textos más “declamados” tienen un segundo grado, una distancia en la puesta en escena, que nos permite el guiño.