Después de observar con un microscopio todas las posibilidades del ejercicio del arte como impostura en la literatura (El ciudadano ilustre) y en la plástica (Mi obra maestra), Gastón Duprat y Mariano Cohn decidieron que había llegado el momento que había que hacer lo mismo con el cine, la materia prima con la que trabajan en esa búsqueda desde sus comienzos.
Competencia oficial, primera (y muy ambiciosa) coproducción internacional del cada vez más prolífico dúo, avanza en esas indagaciones llevándolas bastante lejos del naturalismo costumbrista que atravesaba a las dos películas anteriores. En vez de instalarnos en reconocibles barrios porteños o ciudades bonaerenses, Cohn y Duprat (con el aporte desde el guión de Andrés Duprat, el otro artífice creativo de estas búsquedas) nos llevan a España para llenar de observaciones sobre el ego de los artistas una historia que tensa al máximo todas las posibilidades que ofrece la sátira.
La historia que narra Competencia oficial es la del armado de una película imaginada por un poderoso empresario farmacéutico en el final de su vida como herramienta ideal para alcanzar el prestigio social. Tan millonario como vacío de afectos, representado en la primera imagen de la película con la pintura de un payaso triste, el hombre sueña con producir un film de autor para limpiar su imagen y, sobre todo, satisfacer su vanidad, que se convierte de entrada en el eje fundamental de la historia.
Para lograrlo adquiere los costosos derechos de la obra de un premio Nobel (el argentino Daniel Mantovani, el personaje protagónico de El ciudadano ilustre), convence a una directora (Penélope Cruz, con una curiosa melena rizada) famosa por sus métodos innovadores y excéntricos, y se asegura la participación de dos actores famosos que no podrían ser más distintos. Iván Torres (Oscar Martínez), reconocido intérprete y docente de raíz teatral obsesionado por mostrarse ante el mundo como defensor de una ética que desprecia al arte como vehículo para el disfrute de las masas, y Félix Rivero (Antonio Banderas), estrella indiscutida de proyectos destinados al éxito económico inmediato y pensados como material descartable para el gusto popular.
La historia transcurre en toda la etapa de preparación previa al rodaje. La directora utiliza ese tiempo para hacer toda clase de experimentos conceptuales con la idea de explotar al límite las tensiones entre dos figuras acostumbradas a mirar al mundo desde arriba. En el fondo, ninguno quiere resignar el altísimo concepto que tienen de sí mismos y cada nuevo ensayo es una muestra cada vez más contundente, hostil y hasta delirante de esa pugna.
Cohn y Duprat transforman todos esos momentos en viñetas que ponen en juego su visión del mundo y de la mente egocéntrica de los artistas. También aprovechan al máximo los fantásticos escenarios (gran trabajo del director de arte Alain Bainée) en los que se desenvuelve la acción: extensos exteriores e interiores con formas rectilíneas, simétricas y de gran profundidad. La frialdad de esa ambientación se contagia a las acciones, bastante más gélidas y distantes de lo que veíamos en Una obra maestra y El ciudadano ilustre.
Hay algunos momentos muy graciosos (los actores ensayando sobre una gigantesca piedra sostenida desde una grúa o inmovilizados con cinta adhesiva, completamente a merced de los caprichos de la directora), pero la película no divierte tanto como incomoda en el retrato de tres personajes que solo se esfuerzan por imaginar la mejor estrategia para mentir, ocultar sus verdaderas intenciones y mostrar que al fin y al cabo son mucho mejores (más astutos, más ingeniosos, supuestamente más auténticos) que todos los demás.
Sin demasiadas vueltas ni sutilezas, los directores vuelven a entregar el retrato explícito, impiadoso y cruel de un mundo marcado a fuego por las simulaciones, el envanecimiento, los sueños de gloria y el falso orgullo. El espectador es puesto a prueba en todo momento, invitado a descubrir cada uno de los pliegues de esas actuaciones perfectas que no resultan ser otra cosa que puro disfraz.
Con veladas referencias a personajes de la vida real y a sus propias trayectorias, Cruz, Banderas y Martínez se suman a este juego con entusiasmo, convicción y compromiso. Los tres consiguen, sobre todo, que sus respectivos personajes dejen a la vista una monumental vulnerabilidad detrás de esa armadura de arrogancia, orgullo y desdén hacia los demás que utilizan para protegerse. Nunca lo sabrán, porque en el mundo de Cohn y Duprat la impostura artística aparece como la marca indeleble que acompaña hasta el final el destino de sus criaturas.