Como en otras anteriores ocasiones, los filmes de los Cohn-Duprat busca anclarse en la sátira, en la narrativa paródica, digamos más directamente en la burla acerca de algo que puede resultarnos más o menos familiar, cercano, reconocible, con posibilidades de identificarnos, o en su opuesto con ninguna chance de identificación posible.
Esta nueva burla meta discursiva, pues narra la construcción de un filme dentro de un filme, juega a evocar las famosas producciones fílmicas –conocidas o no– pero que intuimos o sabemos que esta ficción juega a caminar en el borde entre lo posiblemente real y lo totalmente ficcional. Esta película dentro de la película podría ser una historia posible, pero la pregunta que nos podríamos hacer al ver Competencia Oficial es si contada con este procedimiento de gags dispersos y estereotipos vacuos, vale la pena ser contada.
El cliché ya parte en la trama cuando el personaje de un empresario deseoso de trascendencia a como dé lugar, busca la manera de llegar a su objetivo megalómano. Podría ser cualquier otra cosa la elegida, pero finalmente rejuntar algunas estrellas – dos actores top sumados a una directora high class – todo eso sumado a una novela ganadora del Nobel para hacer, de esta forma con ese puchero de estrellas, la mejor película de la historia del cine. Es obvio que seremos testigos de una serie de situaciones ridiculizantes enfocadas de manera fragmentaria e inconexa en cada una de las perlas que deberían hacer de este filme, la obra maestra que jamás llegará.
Una directora al estilo de yo soy la loca de lo autoral –sí, justo ahora en el momento en que algunas mujeres brillan en la pantalla– un par de actores que antagonizan desde el minuto cero, el actor divo estrella del momento, y el ya maduro actor de trayectoria que ve a su par como un idiota de moda.
Así de vacía y vacua es la trama, pero lo que ratifica la puerilidad no es el cuentito, sino más aun la forma de esa trama, la estética de la narrativa puesta en escena con planos impactantes y espacios donde la modernidad y el vacío reinan en cada secuencia. Todo se ve imponente y hueco, y la cámara se ocupa de resaltar esa ausencia de sustancia.
Cada plano hasta podría evocarnos a algún director/directora en tanto su encuadre y la composición de los personajes dentro del lugar no-lugar en el que habita el filme. Sería una reminiscencia donde el autor evocado queda igualmente ausente, porque la burla entre otras cosas es a una idea de lo que es la autoralidad. Y por supuesto le sigue el chiste sobre lo que podríamos llamar el prestigio, el talento o la trayectoria que estos son temas que ya se vienen repitiendo en la filmografía de este dueto aun cuando aborden historias totalmente distintas en apariencia.
Tener en escena a Penélope Cruz, Antonio Banderas y Oscar Martínez en vez de provocarnos ese disfrute o goce que nos pueden otorgar los grandes actores, nos recuerda una frase magistral, “el lujo es vulgaridad”, cita que algunos atribuyen a Borges, otros a Los redonditos de ricota, o sino quien sabe, a ambos a la vez.
Todo intenta ser tan brillante que no sabemos si nos enceguece o realmente es una luz falsa reflejada sobre un plano opaco. Las risas que buscan producir los narradores quedarán a criterio de cada espectador y su percepción subjetiva, ya que esta es una cadena de chistes de irregular solvencia, donde el humor de lo que conocemos como sátira queda pendiendo de un hilo.