LA MUJER QUE SE ABISMA
En ese hermoso compendio de Roland Barthes que se llama Fragmentos de un discurso amoroso hallamos un mosaico de citas referidas a las diversas derivaciones que surgen de estar enamorado. En una de las entradas se lee: “Abismarse: Ataque de anonadamiento que se apodera del sujeto amoroso por desesperación o plenitud”.
Claire Denis ya había utilizado ese texto en Un bello sol interior (2017), pero vuelve de modo implícito para hacer honor a varias citas del libro o al menos para poner a prueba algunas de sus afirmaciones con imágenes. El comienzo de la película nos muestra a la pareja protagónica en un lugar paradisíaco, de esos donde el agua se delata cristalina, el cielo no puede más del color azul y el sol parece más cálido que nunca. Como poseídos danzantes, los amantes se desplazan lentamente en lentos movimientos coreográficos, entregados a la naturaleza y al amor. Ese cine físico, de cuerpos presentes, tan caro a la realizadora, retorna en este inicio. Sin embargo, su perfecto contrapunto surge unos minutos después, cuando la pareja retorna a París por un túnel oscuro y el cielo se vuelve gris, los ambientes opacos y pasan cosas. Sara (Juliette Binoche) se dispone a ingresar a la radio donde trabaja y mira de soslayo a un hombre. Entra como puede al edificio, toma un ascensor y una vez dentro, en un plano cerrado, le escuchamos decir “Francois… Francois”. Mejor dicho la oímos susurrar, respiración mediante, al mismo tiempo que la cámara desciende y enfoca sus manos como queriendo abrazar o retener algo a la altura de su estómago. Es la mujer que se abisma, es el antiguo amor que se remueve en las tripas, ese fuego que no se puede apagar porque en materia de deseo todo es una caja de Pandora. De este modo, ese cristal transparente, ese mar de la primera secuencia, ya parece una ilusión o un vidrio a punto de resquebrajarse agónicamente. Y así será el resto de la película, el réquiem de una relación donde cada integrante está atado a su memoria afectiva y a sus impulsos amorosos. Sara y Francois. Jean (Vincent Lindon) y sus fantasmas de ex convicto y la imposibilidad de criar a su hijo Marcus cuya custodia tiene la abuela. En la primera relación, Denis se destaca una vez más en esa voluntad por explorar las sensaciones y las formas que entreteje el deseo, ese deseo que anula cualquier racionalidad. Basta ver a Sara jugando a olvidar a Francois, pero al mismo tiempo metiéndolo en su vida nuevamente mientras está con Jean. La confusión, el abismo, inciden en su cuerpo, en su encierro. Frente al espejo, en otra gran escena, reconocerá que donde renace la pasión regresa el martirio.
Lo llamativo, a diferencia de sus películas anteriores, es la linealidad del relato. Esta decisión acaso permita advertir que sus habituales preocupaciones sobre el racismo y el colonialismo francés parezcan forzadas por una vez, implantadas en medio de una historia cuyo centro sensible es el vínculo debilitado de la pareja protagónica, asediada por un tercero y las consecuencias que ello genera. A medida que transcurren los minutos, vamos armando un cuadro social de la vida de Jean que incluye un hecho delictivo pasado, cuando jugaba al rugby, el efecto en su economía y las dificultades con su hijo negro, resultante del matrimonio con una madre ausente que vive en Martinica. Es demasiada información como para lateralizarla al conflicto central. Porque el verdadero nudo de la cuestión es siempre la manera en que se desarma la intimidad y la vida de esta pareja a partir de la irrupción de Francois que, si bien parece sorpresiva, da la sensación de ser un espectro convocado por ambos para culminar una tarea pendiente. Así lo sugieren los planos cerrados que muestran a Sara y a Jean en la cama. Son cuerpos que se entreveran y que gimen de placer que no necesariamente se corresponden (sobre todo en Sara) con lo que ven o sienten sino con lo que imaginan o temen. Por eso los colores fríos y la tenue iluminación. “Mon amour… mon amour”, suelta delicadamente ella en medio del orgasmo, pero nunca sabremos a quién se lo dice. Jean piensa, y tampoco sabremos en qué o si esos pensamientos lo alejan del placer para conectarlo con la peor de las sospechas. Sin lugar a dudas, Jean es la sombra de la duda personificada.
El carácter espectral de Francois (Grégoire Colin), ese ente que viene a ocupar el ámbito imaginario de Sara y Jean en su pose seductora y demoníaca, se contrapone al orden de lo real cuando deja entrever sus mañas de niño histérico. Nuevamente, una cosa es lo que imaginamos y otra lo que es. Progresivamente se gana un lugar en la película desde un espacio más imperceptible, signado por reflejos y sombras, hasta convertirse en una presencia concreta que no vale dos pesos. Es parte de un juego de contrastes que revela apariencia y realidad. Pero el tema es el deseo y a dónde nos conduce. Sobre las consecuencias físicas, psicológicas y morales de esto versa Con amor y furia, con la característica mirada (más disimulada) de una gran realizadora.