Sara y Jean disfrutan a solas de un merecido descanso y lo consiguen, precisamente, porque están solos. De hecho, parece que no haya quedado nadie más en todo el planeta. Sus siluetas, apenas dos manchas en la azul inmensidad del mar, se presentan casi como los últimos vestigios de la humanidad, incluso del reino animal. Y así está bien. Mejor dicho: está perfecto. El agua, cristalina, arroja luz sobre dos cuerpos en total sintonía, tanta que no sorprendería verles fusionarse. Las caras de Juliette Binoche y de Vincent Lindon están precisamente en estas: un primerísimo primer plano las junta con la evidente intención de que la toma no pueda respirar, o que solo pueda hacerlo a través de sus bocas.
Pero el idilio no tarda en romperse. La siguiente escena nos sumerge abruptamente en un túnel por el que circula un tren a toda velocidad. Atrás queda aquella costa paradisíaca; ahora estamos en París, la gran ciudad, ese espacio inmenso y sobrepoblado en el que obviamente se hace latente el riesgo de contagiarse. En casa, la gente se comunica a través de videollamadas con una resolución de imagen casi grotesca; en el resto de los interiores no queda otra que taparse la cara con una o dos mascarillas hasta volver a salir al exterior y, ahora sí, volver a reconocernos los unos a los otros.
Un gesto, una mirada furtiva y ya se ha lanzado el embrujo. De camino a su trabajo en una emisora de radio (y antes de entrevistar a Lilian Thuram sobre cuestiones de identidades raciales), Sara se cruza con François, su ex pareja y hace tiempo también el mejor amigo de Jean. Y todo se precipita, y todo se va al traste. Con amor y furia es esto, un triángulo amoroso en el que, además de los dos actores antes presentados, tenemos a Grégoire Colin, aquí en la piel de un empresario que entra en escena a través de una teóricamente irrechazable oferta laboral a su antiguo colega. Antes de esto, la felicidad sigue instalada en casa de Sara y Jean.
En parte, porque son capaces de hablar sobre lo que haga falta; de decírselo todo a la cara, vaya. Cuando solo están ellos dos en la ecuación da la sensación de que está todo controlado: de que todo lo que vemos y oímos es realmente lo que hay. Pero la inclusión de este tercer elemento no tarda ni medio segundo en manifestar su poder disruptivo: el deseo amoroso realmente se mueve a esta velocidad demencial. En una fiesta, los tres personajes coinciden en escena por primera vez y cuando Sara y François se quedan a solas da la sensación de que entre los dos (con la energía que han despertado) han roto la lógica espacio-temporal; ya puestos, la del montaje.
El tercero en discordia acudía a la cita con su actual pareja, pero cuando cruza su camino con su antiguo amor todo se acelera hasta descarrilar. Sara y François se disponen a ponerse al día, descaradamente abiertos a cualquier proposición por parte del otro y, claro, esto la novia de ahora lo ve, y parece que no lo va a tolerar, que va a intervenir para marcar territorio… pero no. Un corte nos sitúa en un momento y un lugar en el que dicho encontronazo ya es agua pasada. O a lo mejor es que no se ha llegado a producir. No lo sabemos, solo podemos intuir lo que ha pasado a través de las actitudes y los relatos de los personajes que están en escena.
Mediante un juego perverso de elipsis, en el que nuestro punto de vista como espectador pierde los privilegios de la omnipresencia, Claire Denis nos sumerge ahora en la turbiedad de los laberintos melodramáticos, aquellos en los que es tan fácil perder la compostura. De hecho, el propio aparato cinematográfico se presta al espectáculo: la crudeza de las imágenes digitales privan de cualquier posibilidad de glamour a los integrantes de este triángulo pasional, y el sobre-uso de la partitura de Stuart Staples parece intervenir intrusivamente en su psique. Jean, Sara y François son meros títeres a merced de sus propios calentones.
Ella, en una de las muchas convulsiones sufridas, se ve casi obligada a verbalizar (en voz alta, se entiende) los síntomas que seguramente va a manifestar su cuerpo a lo largo de los próximos días: “Ya estamos, una vez más, tocará estar siempre atenta al teléfono móvil… tocará sentirse húmeda”. Lo dice para ella, para sacar este calor que lleva dentro, pero también lo exterioriza para que lo oigamos nosotros, quienes a estas alturas ya nos hemos acostumbrado a la falta de sutileza con la que el guion coescrito por Christine Angot (colaboradora de Claire Denis en Un sol interior) va adentrándose en cada tortuoso frente de la función. Lo importante, en este sentido, es que cada uno de ellos está al servicio de los caprichos de los tres (des)enamorados.
Solo existen los celos, las desconfianzas y la espera hasta que el móvil vuelva a sonar. Nada importa más allá de esto; el mundo se pierde de vista. Pero volviendo al aparato cinematográfico, está claro que el envoltorio condiciona el contenido… proporcionándole también las herramientas necesarias para brillar. En este caso, está un trío protagonista que se luce al optimizar el tiempo y el espacio que les proporciona la cámara nerviosa de Claire Denis: Grégoire Colin descoloca con la facilidad con la que el “galán fatal” puede perder la dignidad, Juliette Binoche llora como nadie la pérdida de su propia libertad y Vincent Lindon da una semi improvisada y magistral lección de retroalimentación de la frustración. Cada uno con sus propios demonios y alimentando los de su compañero de cama. Como en las relaciones más enfermizas, aquellas de las que no se puede salir tan fácilmente.