¡Fuera diablo!
Mixtura de diversos géneros y sub-géneros (terror, suspenso, falso documental, film de “exorcismos”), la película de William Brent Bell exhibe una trama inconsistente. Con el Diablo adentro (The devil inside, 2012) es un relato en donde el miedo brilla por su ausencia.
La historia es reconstruida a partir de un documental que busca testimoniar el caso de María Rossi, una mujer que en 1989 asesinó a tres eclesiásticos, a partir del encuentro que tendrá con su hija Isabel. Se sospecha que María pudo haber actuado poseída por el diablo. Trasladada al Hospital de Centrino en Italia, el encuentro con su hija resultará inexorablemente traumático, más para la visitante que para la “anfitriona”. Aunque, se sabe, conviene no definir identidades cuando el diablo está detrás, metiendo su cola.
Luego de que el sub-género slasher (el de los asesinos al estilo “Jason”, de la saga Martes 13) haya tenido su apogeo en los ‘80, los ’90 aportaron dos variantes interesantes dentro del cine de terror, cuyos paradigmas son Scream (1996) del maestro Wes Craven y El proyecto Blair Witch (The blair witch project, 1999). A su modo, cada una reflexiona sobre el género desde distintas ópticas. Mientras la primera recurre al metalenguaje como modalidad reflexiva, la segunda apuesta por una construcción verista a partir de su condición de falso-documental. Ambas películas influenciaron a las posteriores realizaciones –se sabe- para bien y para mal. Con el Diablo adentro está más vinculada al segundo caso, pero en ningún momento consigue lo que su antecesora sí conseguía: asustar.
¿Por qué Con el Diablo adentro nunca asusta? En principio, porque buscar una sensación de realidad le termina jugando en contra. Los datos cuasi-periodísticos que brinda rozan el absurdo. Por ejemplo, el motivo del traslado de María hacia Italia, cuya única función pareciera darle una pizca de exotismo al film, por más que se le recuerde al espectador que el Vaticano está allí a la vuelta. Nunca resulta creíble el formato documental, por la grandilocuencia de quienes ofician como testigos, y por el escaso rigor en la puesta en escena. El momento más irrisorio llega cuando el mismísimo camarógrafo hace una suerte de catarsis frente a cámara. Y ni hablar del final, que hubiera hecho sonrojar al mismísimo Mauro Viale.
Pero lo que más irrita de esta película es la escasa confianza que tiene en los materiales sobre los que trabaja. El suspenso más que dosificarse irrumpe como golpes de efectos, cuyas secuencias más representativas son la de los “transes” que vivencian los poseídos. Más allá de eso, persiste la trama conspirativa, en donde la Iglesia busca camuflar, mientras que dos sacerdotes contestatarios intentan “sanar” sea como sea. Si a esta inconsistencia dramática se le suma un elenco poco convincente y unas líneas de diálogos que oscilan entre lo ramplón y lo inverosímil, imaginen el resultado: de terror.