Sangre, músculos y vaguedades
En Conan el bárbaro (Conan the barbarian, 2011), el espectador asiste a la repetición anodina de un argumento fantástico sobre explotado. La película decrece paulatinamente en intensidad y carece tanto de una narración sólida como de un ambiente visualmente atractivo.
Un mercenario del continente de Hiboria (Stephen Lang) emprende una búsqueda para recolectar los pedazos de una máscara, de grandes propiedades mágicas, escondidos por el mundo y conservados por guardianes asignados. Su objetivo es recolectar todos los pedazos para luego, asistido por el poder del artefacto, alcanzar la divinidad y someter al resto de las sociedades a su mandato implacable. Es esa misma proeza la que lo conduce a tierras cimerianas y es la misma sed de poder la que impulsa al tirano a saquear la aldea y asesinar a su líder Corin (Ron Perlman) padre de Conan (Jason Momoa). Los años transcurren y Conan, sintiendo aún a sangre viva la tragedia, decide tomar represalias.
El protagonista reacciona ante todas las adversidades planteadas con un forzado ímpetu de valerosidad. Existe un barniz heroico que en las películas del género coexiste con otras herramientas narrativas. Nunca es positivo, sin embargo, cuando una de las herramientas predomina a costas del cercenamiento sistemático de las otras. Y en Conan el bárbaro, eso es exactamente lo que sucede; todas las cualidades que constituyen una digestión entretenida en una obra de acción fantástica, aunque presentes, terminan subyugadas a la atmósfera desmesuradamente épica que el director intenta montar. A lo largo de la cinta, aquella sensación ecuménica de magnificencia se vuelve cursi y hasta casi insoportable.
Si bien se trata de una película de acción en donde todo el esfuerzo es destinado a las secuencias de batalla y a los momentos de confrontación, la línea argumentativa está descuidada en exceso y se vuelve dificultoso el seguimiento placentero de la trama. Con un conflicto en cuyo núcleo radica un tópico potencialmente jugoso como la venganza, y teniendo como referencia a los personajes creados por Robert Erwin Howard, el filme deja sabor a poco. La antítesis cultural planteada en la obra original, entre las sociedades autoproclamadas civilizadas con céntricos intereses cicateros y los señalados despectivamente como “la barbarie”, de estilo de vida austero pero de criterio moral noble, está retratada de manera ambigua y difusa.
Las actuaciones son correctas con pequeños lapsos de exageración. Lo más meritorio, es la interpretación de Rose McGowan como la hija del antagonista Khalar Zym (Stephen Lang) y su retrato de una relación manipulativa y sugestivamente incestuosa.
El nuevo proyecto de Marcus Nispel decrece paulatinamente en intensidad. La resolución del conflicto, anunciado desde su gestación, transcurre sin sorpresas ni sobresaltos. Un trabajo pobre incluso para los estándares desgastados del género.