La memoria emotiva del terror analógico.
Cuando una película consigue reanimar con tanta potencia el espíritu de ese cine de terror al que se identifica con los años ‘80, trayendo de entre los recuerdos más profundos los nombres de John Carpenter, Clive Barker o Wes Craven, entre otros, para reproducir la misma sensación de sequedad en la boca que provocaba el hecho de ser espectador de sus creaciones más abrumadoras, entonces, sólo por esa maldita bendición se le debe al menos gratitud. La canadiense Conjuros del más allá, dirigida por la joven dupla que integran Jeremy Gillespie y Steven Kostanski, es esa película capaz de recuperar la memoria emotiva de aquellas experiencias juveniles, en las que el miedo era una fiesta a la que siempre se estaba invitado. La red que esta teje con la estética a la que se acaba de aludir es amplia y excede la mera enumeración de cineastas y referencias específicas, que por otro lado son fácilmente detectables. Porque si bien es cierto que los títulos a los que parece homenajear es interminable (El enigma de otro mundo, de Carpenter; Hellraiser, de Barker, o Re-Animator, de Stuart Gordon, por nombrar sólo a tres de ellos), también lo es que desde el guión y la dirección artística se ha hecho todo lo posible para que esta sensación pueda ser percibida con fuerza por cualquier espectador.
Ya desde el inicio mismo del relato, su puesta en escena y ubicación temporal, Gillespie y Kostanski eligen que los ‘80 (quizá los primeros ‘90) sean el campo de batalla sobre el que tendrá lugar la acción. La ausencia de telefonía celular; los viejos monitores de las computadoras, donde el sistema titila en luminosas letras verdes; o los modelos de los automóviles, entre otros detalles, establecen con certeza un tiempo que no es presente, sino un brumoso pasado próximo. Los directores, que también son los guionistas, deciden arrancar la narración in media res, para que de entrada a nadie le queden dudas de que la cosa va en serio.
La película reproduce en primera instancia el famoso dispositivo de encierro carpenteriano, en el que un grupo heterogéneo, aislado del mundo dentro de un viejo hospital, se ve obligado a enfrentar una inexplicable amenaza circundante, a la vez que son acosados por un enemigo interno no menos abominable y monstruoso. Pero la dupla no se conforma con hacer funcionar ese mecanismo, sino que le suma a la fórmula una siniestra secta esotérica liderada por un infernal científico loco, un purulento ejército de muertos vivos y una conexión cósmico- lisérgica con submundos demoníacos. Sí, es cierto, nada que ya no haya sido explorado por la primera temporada de la exitosa Stranger Things, aunque sin una sola pizca de esa fantasía naïve que todo el tiempo sobrevuela a la exitosa serie televisiva, que este año tendrá su esperada continuación.
Como en ella, en Conjuros del más allá también hay una pasión por lo analógico, por los monstruos de látex, las vísceras colgantes, los fluidos reales y el maquillaje tradicional, que le devuelven al género la sustancia física que aquella generación de cineastas supo explotar más de 30 años atrás. Sin embargo, si bien resultará grata para quienes el miedo y el asco representen experiencias disfrutables per se, hay algo de inconcluso, de excesivo y fallido en el pantagruélico pastiche que ofrecen Gillespie y Kostanski. Y es que por momentos la mera acumulación de detalles se termina pareciendo a un collage barroco y hasta surrealista, antes que a una serie de elementos encadenados con una lógica narrativa y con un fin bien determinado.
Como si se tratara de un cadáver exquisito en el que las partes se fueron sumando más allá del todo, confiando en que toda serie es capaz de generar un sentido, los elementos de los que se compone la trama parecen alimentar un enigma que no necesariamente podrá ser explicado. Pero si algo enseña el policial –y la máxima aplica a cualquier género en el que la intriga sea parte vital de la ecuación–, es que las pistas deben poder ordenarse para permitir que el misterio sea resuelto no sólo por los protagonistas sino, sobre todo, por el espectador. En cambio, en Conjuros del más allá parece haber sido más importante el trabajo de crear las preguntas que intentar responderlas y eso, sin remedio, se vuelve una debilidad que no puede evitar mencionarse. Con una ventaja: Gillespie y Kostanski se proponen y consiguen que de todas formas el recorrido completo sea grato de transitar.