En el marco de un género que entrega formulas repetidas hasta el hartazgo y sustos cada vez menos genuinos, Conjuros del más allá es una bienvenida sorpresa. No es que estemos ante una obra maestra del terror ni mucho menos, pero la película de los debutantes Steve Kostanski y Jeremy Gillespie se vale de herramientas nobles y de un gran sentido del timing para desarrollar muy buenos climas y entregar un producto de indudable pericia y dignidad. El mérito es todavía más grande si se tiene en cuenta que se trata de una producción canadiense de muy bajo presupuesto que seguramente costó una cuarta parte de una hollywoodense.
Con una trama simple sobre un grupo de personas atrapadas en un hospital que debe lidiar con una amenaza tanto interna (un paciente que empieza a manifestar síntomas extraños y se vuelve homicida) como externa (los integrantes encapuchados de una secta secreta que merodean desde afuera buscando sangre), la referencia más clara para los realizadores es la de los films de los 80 del gran John Carpenter. Haciendo un buen uso del espacio cerrado como generador de paranoia, al mejor estilo de La cosa y de Asalto al Precinto 13, combinado con la presencia de un mal demoníaco proveniente de las entrañas del infierno mismo (con portales incluidos, propios de El príncipe de las tinieblas y de En la boca del miedo), los directores se encargan de reunir estas referencias de manera tal que la película no parezca una mera copia, sino un auténtico homenaje a una forma de hacer terror casi extinta. Los realizadores confían en la economía de recursos y en el uso de efectos especiales prácticos, sin nada digital; al momento de delinear a los personajes, recurren solamente a lo justo y necesario para entender sus motivaciones y conflictos. Conjuros del más allá respeta la regla de oro de todo buen cine de terror: para producir verdadero miedo, menos siempre es más.