Balada de un hombre común Decir a esta altura que Clint Eastwood, a los casi noventa años, sigue siendo el ultimo de los grandes narradores clásicos del cine es una obviedad. Nadie en la actualidad tiene la capacidad de síntesis y la mano firme del realizador de Los imperdonables y Los puentes de Madison a la hora de construir un relato atrapante que llegue sin fisuras hacia la meta final. Lo que todavía sorprende es que su carrera continúa desafiando los paradigmas que tristemente marcan al cine del presente, en donde la corrección política está aniquilando toda noción de libertad creativa y son contadas las obras que realmente cuestionan a la sociedad norteamericana y expongan sus contradicciones. En El caso de Richard Jewell, Eastwood sigue en la línea de sus últimos films: toma un caso real de auténtico heroísmo y muestra cómo todo es puesto en duda por la propia sociedad que el protagonista defiende. El Richard Jewell del titulo, como el piloto de avión Sully, realizó un verdadero acto de coraje al descubrir una bomba escondida en un recital durante las olimpiadas de 1996 en Atlanta. Pero su aspecto bonachón y solitario lo convirtieron en principal sospechoso a los ojos del FBI y de los medios de comunicación, representados por el agente interpretado por Jon Hamm y por la periodista que encarna Olivia Wilde. De esa forma quedan establecidas las ideas que más fascinan al director en esta última etapa de su carrera: la de el hombre común de clase trabajadora enfrentado a un sistema corrupto que cuestiona su accionar y lo denigra. La odisea de Jewell, que acusado de terrorismo y sufre el hostigamiento y el acoso de la prensa junto a su madre, es la excusa perfecta para que Eastwood ponga la lupa sobre el abuso de poder del gobierno norteamericano y el rol de la prensa. Que lo logre valiéndose de un relato que nunca decae, y con actuaciones sobresalientes tanto de Paul Walter Hauser como el sufrido Richard, de Sam Rockwell haciendo de su abogado y amigo, y de Kathy Bates como la madre, habla de un director que sigue manteniendo un control absoluto de las herramientas mas nobles del cine sin desperdiciar un segundo en bajadas de linea y que se manteniene siempre dentro del terreno del thriller. El caso de Richard Jewell confirma al director nonagenario como uno de los mas vitales e importantes del último siglo, y que no ha perdido nada de vigor cuando se trata de contar grandes historias de héroes comunes.
Los muchachos no lloran La carrera del prolífico director James Gray no deja de sorprender y al mismo tiempo de confirmar que se trata de uno de los mejores narradores clásicos que existe en el Hollywood actual. Luego de un comienzo de carrera que lo acercaba al cine callejero de Martin Scorsese con thrillers pequeños y efectivos como Little Odessa, La traición y Los dueños de la noche, en la última parte de su filmografia se ve a un autor ambicioso que no teme abarcar diferentes géneros y que sale airoso en todos los casos, desde el drama romántico Los amantes hasta la aventura herzoguiana de La ciudad perdida de Z. Con Ad Astra Gray decide meterse en el pantanoso terreno de la ciencia-ficción espacial, género difícil de acometer sin caer en cierta pesadez narrativa y en discursos existenciales cargados de solemnidad y de falsa importancia. Desde que Stanley Kubrick revolucionó el género con 2001: Odisea del espacio muchos realizadores utilizan la excusa del viaje al infinito y más allá para observar temas complejos como el destino del planeta y la propia naturaleza humana, produciendo espectáculos visuales increíbles pero emocionalmente distantes e inertes (como las aburridas Interestelar, de Christopher Nolan, o La llegada, de Denis Villeneuve). A priori, con su tono serio y un protagonista que rehúsa toda clase de empatía, podíamos pensar que Ad Astra iba a transitar estos mismos caminos de grandilocuencia, pero Gray es un hábil controlador de tonos y su película no reniega en ningún momento de la aventura, de la posibilidad de asombro y descubrimiento. Ad Astra cuenta el viaje que emprende el astronauta Roy McBride (un Brad Pitt contenido que habla con miradas y silencios, otra gran actuación luego de su papel memorable en Había una vez en Hollywood) para encontrar a su padre, también astronauta, a quien creía muerto luego de una misión espacial dirigida a otros planetas. El camino no estará exento de problemas y desafíos (entre ellos una persecución lunar que remite a Mad Max y un encuentro terrorífico en una nave abandonada que reenvía a Alien: El octavo pasajero), pero el verdadero viaje del protagonista es hacia el interior, cómo ese frio y rudo exterior esconde un dolor que solo hará catarsis cuando halle su destino en el reencuentro con aquel patriarca que lo abandonó de joven para ir en busca de las estrellas. Así es como Ad Astra se separa de los otros exponentes del género, evitando caer en discursos solemnes y más preocupada por hacernos sentir la experiencia física y emocional de su protagonista. El reencuentro de Roy con su padre le sirve de excusa al director para explorar ideas sobre la masculinidad e ir deconstruyendo sus capas de a poco. Así, más que un viaje al corazón de las tinieblas, James Gray consigue llevarnos al nudo de lo que hace del hombre un hombre.
Hollywood insiste con Godzilla. Después de un fallido primer intento de traer a la actualidad aquel legendario monstruo japonés creado después de la segunda guerra mundial por los estudios Toho (la película de 1998 dirigida por Roland Emmerich que no es tan mala como muchos la recuerdan), y de una suerte de remake de cuatro años atrás que intentaba volver al estilo del subgénero kaiju propios de las originales (pero que sustituía el asombro por la solemnidad), ahora tenemos una secuela libre en la que la atracción principal pasa por poner a Godzilla del lado de los buenos y rodearlo de otros monstruos clásicos como Mothra, King Ghidora y Rodan para que se agarre a piñas con ellos. Bajo esa premisa, hay que reconocer que Godzilla: El rey de los monstruos cumple con su objetivo, ya que los mejores momentos del film se encuentran en los tremendos enfrentamientos que tiene el coloso verde contra sus pares, todo capturado con mucho vértigo y espectacularidad por el director Mike Dougherty (el mismo de Krampus: El terror de la navidad y Terror en Halloween) y por un ejército entero de diseñadores de efectos especiales. Lamentablemente, como ya pasó con las anteriores versiones, el problema en este tipo de películas siguen siendo los humanos, y la cosa empeora cuando ellos ocupan la mayor parte del metraje como sucede aquí. Es que en medio del caos apocalíptico que generan Godzilla y sus amigos (entre ellos, un dragón de tres cabezas y una mariposa gigante) tenemos que soportar un drama familiar muy poco interesante entre una pareja de científicos y su hija mayor (la estrella de Stranger Things Millie Bobby Brown, que no tiene mucho que hacer acá salvo gritar y poner caras de pánico cada dos segundos), además de unas subtramas innecesarias que incluyen a un grupo ecoterrorista que busca liberar a las bestias para restaurar el orden en el planeta y a varios investigadores tontos que tratan funcionar fallidamente como comic-relief entre tanta destrucción a su alrededor. Solo Ken Watanabe como el Doctor Serizawa logra darle cierta profundidad y nobleza a su papel; la escena final de su personaje es el único momento en el que esta secuela logra generar algún tipo de emoción. Sin duda el interés del director se encuentra en las luchas entre los titanes por el dominio de la Tierra. Pero, si bien hay muy buenos momentos de peleas entre monstruos, es tal el volumen de la destrucción que producen (con ciudades enteras decimadas y volcanes en erupción) que uno no puede dejar de sentir cierta distancia ante los niveles apocalípticos con los que se decide romper todo. Habrá que ver si Godzilla vs. King Kong consigue devolverle algo de dignidad a estos personajes legendarios de la historia del cine; de lo contrario, será mejor dejar que estas bestias descansen en paz por un buen tiempo.
Satiricón En un breve plano de Ricky Bobby. Loco por la velocidad, mientras el corredor de Nascar protagonizado por Will Ferrell da las gracias en la mesa familiar a “Bebe Jesús, Kentucky Fried Chicken y el siempre delicioso Taco Bell” junto a su familia (mujer despampanante y multitud de niños), se hace un paneo de dicha mesa con esos y otros productos chatarra clásicos de consumo yanqui. Con esos breves segundos, el director Adam McKay, en la que era su segunda película, realizaba una de las críticas más mordaces que se hayan visto sobre la cultura norteamericana y sus formas de pensar. Trece años y unas cuantas películas pasaron entre aquella obra maestra de la comedia y la nueva película del director de otro clásico de la estupidez humana como El reportero: La leyenda de Ron Burgundy, pero McKay ya no es el cineasta que hacía explotar todo con sus infinitos gags por minuto y ridiculeces (con la ayuda del mejor de los payasos: Will Ferrell). Ahora se convirtió en un director enojado, muy enojado con lo bajo que está cayendo su país ya sea por culpa de los empresarios que manejan la economía (como sucede en La gran apuesta) o de los grandes políticos que mueven los hilos del mundo desde la Casa Blanca, tratados descarnadamente y sin anestesia en El vicepresidente. Valiéndose de todo tipo de recursos como imágenes de archivo, un narrador en off que irrumpe en el relato y saltos hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, McKay toma la figura polémica y oscura de Dick Cheney (un hombre de poco carisma y actitud recia que fue el verdadero cerebro detrás de las invasiones a Afganistán e Irak luego del atentado a las Torres Gemelas) para lanzar una mirada ácida sobre una sociedad muy dividida políticamente aún en la actualidad. Presentándolo como un auténtico titiritero en las sombras en las altas esferas gubernamentales (empezando como asesor durante la presidencia de Nixon hasta su último cargo como compañero de fórmula de George Bush hijo), la película oscila entre la ironía más ridícula propia del McKay de sus primeras películas (con amagues de títulos finales apareciendo a mitad de película o diálogos de Shakespeare entre Cheney y su esposa –interpretada por Amy Adams–) con un retrato muy crudo dirigido al espectador, algo propio del Michael Moore más incisivo. Y si bien con esa mezcla de tonos El vicepresidente se convierte en una criatura frankensteiniana de distintos estilos que no terminan de redondear una solidez narrativa (además de bombardear con demasiada información visual), se nota el entusiasmo del director por mostrar las grietas de un sistema demasiado corrupto desde su concepción. No estamos para nada ante una película perfecta, pero sin dudas frente a un producto de alguien que siente pasión por lo que está contando y que no quiere dejar a nadie indiferente.
Pop Art Uno pensaría que a esta altura ya está todo dicho con respecto al cine de superhéroes. Se los ha celebrado, criticado, reconstruido y hasta parodiado durante las ultimas décadas, en la que el subgénero ha copado no solo las taquillas mundiales sino también el marco del mainstream con las producciones de Marvel y DC a la cabeza. Y ni hablar de un personaje como el Hombre Araña, que ya fue reseteado infinitas veces y tuvo tres actores diferentes. ¿Había algo nuevo y original que decir sobre el arácnido a esta altura? ¿Era necesario un nuevo reboot, esta vez en forma animada? ¿No estamos hartos de que se estrene una película de superhéroes casi todas las semanas? Por suerte el cine de vez en cuando nos depara agradables sorpresas, y vaya si Spider-Man: Un nuevo universo lo es. Porque si bien se inscribe en el género de superhéroes, hay que reconocer que no existe nada que se le parezca, ya sea en términos visuales como narrativos. La animación de Spider-Man: Un nuevo universo es de una creatividad y un ingenio casi nunca visto en el cine de este tipo. Con un estilo que mezcla la rugosidad propia del panel de un cómic (onomatopeyas incluidas) con la estilización exagerada del anime fundidos en el arte callejero del graffiti, la película ofrece una paleta de colores y estilos que explotan en la pantalla a cada segundo. Imaginen un film de superhéroes dirigido por Banksy y tendrán una mínima idea del grado de locura visual que es desplegado en la pantalla. Al contar la historia de Miles Morales, un joven puertorriqueño de Brooklyn que no solo recibe la picadura que lo convierte en Spider-Man sino que descubre que existen universos paralelos donde hay varias versiones del personaje (entre ellas un Spider-Man detective en blanco y negro que se mueve en el mundo del noir y un Spider-Chancho salido de una caricatura de los Looney Tunes) el guion escrito por Rodney Rothman y Phil Lord (el mismo de La gran aventura Lego) les permite moverse dentro del terreno propio del género (aquí también hay que salvar al mundo de un villano con una máquina mortal), pero al mismo tiempo mofarse un poco del Hollywood actual con su manía de reciclar y redireccionar sus franquicias populares hasta el hartazgo. Que lo hayan hecho sin dejar de lado el corazón, consiguiendo que nos importe el viaje de autodescubrimiento que atraviesa Miles, es un mérito difícil de lograr. Pero lo más importante es que Spider-Man: Un nuevo universo va a servir de inspiración a muchas nuevas generaciones de realizadores y creativos, que se verán motivados a pintar, dibujar y crear nuevas formas y estilos de arte. Esa hermosa sensación que se tiene cuando uno descubre que el medio todavía posee formas nuevas de contarnos las historias de siempre.
El mal inexplicable Después de incontables secuelas, spin-offs y una fallida remake a cargo de Rob Zombie, finalmente la saga de Halloween, madre de todas las películas de terror slasher, tiene en esta versión 2018 una digna compañía del clásico dirigido por el maestro John Carpenter allá por 1978. Cuarenta años pasaron desde que Michael Myers, el ya icónico asesino de máscara blanca y cuchillo, sembrara el terror en el pequeño pueblo de Haddonfield en plena noche de brujas, y esta versión, si bien no deja de ser un claro homenaje al film original con un argumento similar y hasta algunos planos calcados, tiene a la vez varias ideas de puesta en escena interesantes y una lectura del género muy acorde a los tiempos actuales. A cargo de David Gordon Green (director proveniente del cine independiente y con grandes películas como All The Real Girls y Pineapple Express), esta nueva Halloween busca revertir los roles del asesino y del perseguido típicos del slasher. Es cierto que los componentes básicos aparecen intactos, con la figura gigantesca de Myers asesinando sin remordimiento a cuanta víctima se encuentre en su camino (la mayoría jóvenes adolescentes en pleno éxtasis hormonal), pero el guion de Green y del comediante Danny McBride logra jugar con los caracteres impuestos de víctima y de asesino, convirtiendo esta vez a quien fuera la única sobreviviente del raid sangriento de Myers (la Laurie Strode de Jamie Lee Curtis) en una sobreviviente obsesionada con tener un último encuentro con ese ser que encarna al mal en su estado más puro. Porque otra virtud de la nueva Halloween es dejar de lado todo tipo de explicación psicológica acerca de qué es lo que motiva a Myers a matar, y convertirlo en un depredador movido solo por el deseo de acechar a su presa. Ya los títulos de inicio, que retoman los del film original pero muestran en reversa cómo la calabaza derretida vuelve a formarse, son una declaración de principios: en tiempos actuales de empoderamiento de las mujeres, serán ellas las que cambien el paradigma que por mucho tiempo rigió en el cine de terror sobre su papel como meras figuras decorativas a la espera de ser perseguidas por el asesino de turno. Aquí no solo Laurie, sino su hija y su nieta aparecen como personajes fuertes y llenos de matices. En esos detalles, o en escenas que figuran como inversiones ingeniosas de ciertos clichés del slasher, es que la nueva Halloween logra imponerse por méritos propios sin transformarse nunca en una simple carta de amor al film de Carpenter. Asesinos como Myers podrán volver más fuertes y violentos que nunca, pero del otro lado ya no los esperan chicas indefensas sino auténticas guerreras de armas tomar.
Silencio, película Cada año, el terror, aunque no carezca de las fórmulas y lugares comunes propios de todo género, logra reinventarse y sorprendernos con algo totalmente original y atrapante. El año pasado fue la opera prima de Jordan Peele ¡Huye!, que gracias a su políticamente cargado comentario social disfrazado dentro del esquema del thriller le inyectó una buena dosis de vida al género. Este año se puede decir lo mismo de Un lugar en silencio, el debut como realizador del actor John Krasinski, también protagonista, junto a su esposa en la vida real Emily Blunt. Entendiendo que en el terror, más allá de la historia, la ejecución lo es todo, Krasinski se vale de un punto de partida sencillo, pero que resulta una proeza en su armado narrativo: los protagonistas, un matrimonio y sus tres hijos, viven en un futuro distópico donde la humanidad fue arrasada por una invasión alienígena y no deben hacer ningún sonido si es que no quieren ser cazados por unas horribles criaturas sin ojos pero con un oído superdesarrollado capaces de sentir hasta la caída de un alfiler. Con ese escenario (los pocos detalles que exponen cómo fue que el mundo llegó a ese punto apenas están esbozados en diarios tirados en la calle y en recortes de revistas), Krasinski se vale de todo tipo de recursos visuales y auditivos para generar una experiencia insoportable en el mejor sentido, reduciendo el sonido al máximo y dejando que los elementos que se ven en pantalla sean los que transmitan la impaciencia. En este universo en el que el silencio reina y gritar puede significar una muerte instantánea, un clavo oxidado en una escalera o una lata que se cae de un estante llegan a ser elementos terroríficos. Y como todo buen director de género que sabe que la complicidad con su público es esencial, Krasinski logra hacer partícipe como nunca antes a los espectadores de la incomodidad del relato, ya que la total falta de sonido en muchos pasajes del film obliga a callarse completamente en la sala. En la lucha por la supervivencia, para los personajes, la hija mayor (interpretada en forma increíble por una actriz sordomuda) será clave para vencer a esos temibles depredadores. Cuando ya no se escucha en la sala de cine el ruido incesante de la gente comiendo pochoclo, charlando o atendiendo su celular, significa que Un lugar en silencio cumplió su objetivo con creces.
A pocos meses de estrenarse Atómica, en la que Charlize Theron interpretaba una agente británica que se abría paso por una Berlín de cómic a puño y patada limpia, ahora tenemos la que podríamos considerar la versión más seria y solemne de esa película, Operación Red Sparrow. La heroína aquí no es una experta en el combate y las artes marciales sino una exbailarina rusa devenida agente gubernamental que debe utilizar su belleza y su capacidad de seducción para sobrevivir en el mundo del espionaje internacional. “A partir de ahora sus cuerpos pertenecen al Estado”, proclama a un grupo de aspirantes a espías una Charlotte Rampling con rostro gélido y parco. Dejando en claro que para el Hollywood actual la Guerra Fría esta más activa que nunca dadas las recientes tensiones entre Estados Unidos y Rusia, Operación Red Sparrow se vale de los climas helados de Moscú para ofrecer un relato (que tranquilamente podría haber sido adaptado de una novela de John Le Carré) en el que tanto la CIA como la inteligencia rusa utilizan a sus “topos” como piezas de un complejo juego de ajedrez en el que no faltaran traiciones, engaños y giros de último minuto. En el centro del relato está Dominika, quien tras un grave accidente en pleno ballet se ve obligada a formar parte de un programa del gobierno en el que se le enseñará a despojarse de todo tipo de humanidad y a hacer de su cuerpo y de su sexualidad un arma para cumplir los objetivos de la madre patria. Colocados en la piel de Jennifer Lawrence, veremos con sus ojos el proceso de deshumanización de Dominika y sus intentos para sobrevivir en un ambiente hostil en el que los hombres siguen siendo quienes imparten las órdenes y deciden el destino del mundo. El director Francis Lawrence se encarga de hacer pasar a su criatura por todos los estados emocionales posibles: la muestra desnuda bajo una serie de terribles torturas y la filma de la forma más erótica posible, vistiendo un traje de baño sexy para atraer a un agente de la CIA o un vestido escotado para seducir y engañar a un político corrupto. Pero si bien Lawrence actriz exhibe la vulnerabilidad de Dominika escondida detrás del disfraz de femme fatale, Lawrence director no llega a estar a la altura de su musa: se toma muy en serio la intriga con una puesta en escena solemne (fotografía opaca y óperas de fondo para marcar la importancia de lo que se cuenta) y con demasiadas vueltas de tuerca de guion sobre el final (un problema que también tenía Atómica). Aun así, es saludable para el mainstream hollywoodense un film que no reniegue del sexo ni de los desnudos (masculinos como femeninos) para construir un relato de espías desconcertante y entretenido, aunque uno no puede dejar de pensar lo que podría haber sido Operación Red Sparrow en manos de un auténtico maestro del thriller erótico como Paul Verhoeven.
Castillo de naipes Tal como sucede en Tres Anuncios sobre un Crimen, cuando un guionista pasa a convertirse en director corre el riesgo de transmitir una idea del mundo más a través de la palabra que de las imágenes. Aaron Sorkin es sin dudas el escritor más aclamado en Hollywood actualmente, con sus diálogos veloces y punzantes provenientes de la boca de personajes tan inteligentes como despiadados como sus Mark Zuckerberg y Steve Jobs. En su debut como director, Sorkin aborda otra historia real, la de Molly Bloom, una exesquiadora profesional que, a causa de una lesión, decide dar un vuelco a su vida organizando partidos de póker algo ilegales al que concurren desde estrellas de Hollywood hasta empresarios millonarios y miembros de la mafia rusa. Ya desde los primeros minutos de Apuesta maestra vemos el estilo Sorkin en todo su esplendor: un veloz y milimétrico montaje que asocia las imágenes con el monólogo interior de Molly, que cuenta su derrotero de deportista frustrada a millonaria empresaria. Ese comienzo sirve a la perfección para entender las fortalezas y debilidades de la película de Sorkin. Sin dudas se trata de alguien talentoso que sabe narrar y construir personajes complejos, con tantas virtudes como defectos, de los que Molly no es la excepción. Pero como todo guionista reconocido, también se le escapan ciertas canchereadas, como algunos monólogos demasiado extensos o el uso constante de referencias literarias. Donde más se percibe la habilidad de Sorkin es en la elaboración de enfrentamientos verbales entre sus personajes, como sucede entre la Molly (que encarna Jessica Chastain con autoridad) y su abogado interpretado por el siempre confiable Idris Elba, y que recuerda a los intercambios picantes propios de la screwball comedy clásica como Ayuno de amor, de Howard Hawks. Pero no es hasta el final, cuando la protagonista, cada vez más complicada legalmente, se reencuentra y mantiene un dialogo crudísimo con su distante padre (interpretado por el gran Kevin Costner), que la película se sale del vértigo y de sus trucos de guion para producir una empatía y emoción genuinas. Después de tanto partido de póker, jugadas y trampas, la última aparición de Costner es la carta que Sorkin venía guardándose para el final.