Una sensación de déjà-vu
Inconfundible danza coral hecha de pecados, sospechas, ansiedades y crímenes, el nuevo Woody vuelve a Londres, una de sus ciudades de cabecera en los últimos años, y en su elenco mezcla a Anthony Hopkins con Naomi Watts y Antonio Banderas.
¿Cuántas veces se puede contar la misma historia, filmar la misma película, practicar variaciones sobre los mismos personajes? Conocerás al hombre de tus sueños, última entrega anual de Woody Allen, hace pensar que el autor de Broadway Danny Rose está cada vez más convencido de que se puede hacer ad infinitum. Revisitación general de buena parte de su obra, el Woody Nº 41 es algo así como una combinación de Hannah y sus hermanas con Maridos y esposas y Poderosa Afrodita, con un toque de Alice y un spin off de Crímenes y pecados. Todo eso, tamizado por la misantropía del Woody más reciente y bilioso, el de Match Point y El sueño de Cassandra. ¿Que suena al ejercicio de regurgitación de un comensal excedido? Lo es.
Un aroma a repetición flota ya sobre los propios títulos, con esa neta tipografía blanca sobre fondo negro que es marca registrada, la media docena de nombres del elenco encolumnados y, sobre todo, el hit retro de rigor, una vez más en versión del inefable Benny Goodman. Todas las películas de Woody empiezan igual y eso no quiere decir que sean iguales, se argumentará. Verdad, pero en este caso sí. Inconfundible danza coral hecha de pecados, sospechas, ansiedades, crímenes a la larga, el nuevo Woody vuelve a Londres, una de sus ciudades de cabecera en los últimos años. Las figuras preeminentes son esta vez Helena, señora recién abandonada por su marido (Gemma Jones, veterana de la escena británica), Alfie, marido abandónico (Anthony Hopkins, por primera vez a las órdenes), la hija de ambos, Sally (Naomi Watts) y su marido, el novelista Roy (un engordado Josh Brolin). En segundo plano, los respectivos objetos de deseo: Charmaine, prostituta de dudoso lujo que encandila al septuagenario Alfie (Lucy Punch, caricatura rubia), Greg, dueño de una galería de arte que flecha a Sally (Antonio Banderas, con tanta pinta de dueño de galería de arte británica como de estibador mongolés) y Dia, vecina de enfrente que representa, para Roy, la ilusión de escape a sus frustraciones (Frieda Pinto, protagonista de Slumdog Millionaire).
Movidos con ambición de ligereza mozartiana (no por nada una escena transcurre durante un homenaje al nativo de Salzburgo), personajes, conflictos y resoluciones fueron vistos antes. Helena busca una salida a través del ocultismo, como Mia Farrow en Alice; el septuagenario quiere rejuvenecer en compañía de una mujer varias décadas más joven, como el propio Woody en la realidad y en Maridos y esposas; Sally y Roy disputan como cualquier pareja de esa misma película; Roy tiene dudas sobre su talento, como buen escritor marca Allen, y terminará cometiendo un crimen si no real, moral, como el dentista de Crímenes y pecados o los protagonistas de Match Point y El sueño de Cassandra; Charmaine es la extranjera a todos los demás, la inculta, la grasa, como lo eran Maureen Stapleton en Interiores y Mia Sorvino en Poderosa Afrodita. Aquí sí aparece una diferencia, y no es para bien. Mientras en aquellos casos la mirada de Woody se dividía entre el rechazo burlón y una fascinación tal vez más intelectual que real, a su visible ridiculez, vulgaridad e incultura Charmaine suma, en cambio, una infidelidad, interés y cinismo a toda prueba.
Otras criaturas no funcionan como punchingballs sino como vehículos de ideas (el novelista inescrupuloso, el playboy bioycasariano de Hopkins) o meras funciones del relato, como Dia –mujer y musa que Roy atisba o imagina de ventana a ventana– y el galerista de Banderas, que cumple un rol semejante en relación con Sally. Desde ya que otras piezas son manipuladas con mayor cariño o dedicación (Helena y Sally, básicamente), no faltan dos o tres escenas magníficamente jugadas (aquélla en la que Alfie les presenta a “Chow Mein” a su hija y yerno, una complicada pelea doméstica entre Sally, Helena y Roy, la agria discusión final entre madre e hija) y no hay un solo actor al que Woody no le saque todo el jugo y un poco más (salvo Banderas, que no lo tiene), con picos a cargo de Watts y Punch.
Aunque no se sucedan con la frecuencia de antes, media docena de oneliners memorables no se hacen desear. Tal vez para destacar la vulgaridad del conjunto, el legendario Vilmos Zsygmond (director de fotografía de Encuentros cercanos del tercer tipo, El francotirador, Blow Out y un par de Woodys previos) fotografía esta galería de necios, egoístas, desagradecidos y mediocres con una luz que, de tan frontal y directa, parecería escracharlos. Quizás con la misma intención Woody recurre al más omnisciente de los narradores en off y a la subrayada idea (vía Shakespeare, esta vez) de que el mundo carece de sentido. Tampoco eso es nuevo.