Los aciertos de la primera hora se diluyen sobre el final cuando el filme, incluso, entre en contradicciones.
Steven Soderbergh parece haber nacido para filmar esto: un virus avanza velozmente en el globo y mata a gran parte de la sociedad. Su estilo visual, áspero y cercano, con cámara en mano y próxima a los actores, sirve para profundizar en el drama humano. Contagio, que quiere ser thriller pero es, antes que nada, un drama político, está filmado con la urgencia que el director ha sabido imprimirle a otros productos de su factoría. Y es cuando el estilo, por encima del tratamiento, sobresale, que el film encuentra sus mejores pasajes: el comienzo, veloz y sumiendo al espectador en un universo frío, distante y al borde del cataclismo, es ejemplar. Lamentablemente, Contagio se pierde posteriormente un poco por la claudicación de Soderbergh a terminar construyendo algo parecido a un drama convencional y otro tanto porque tras una primera hora donde se pone el ojo sobre los manejos de instituciones como la OMS, la película decide ponerse del lado de las entidades y lejos de la gente. Puede sonar incorrecto, pero es apenas conformismo.
Soderbergh, se sabe, es un hombre que ha venido del cine independiente y que ha sabido instalarse en la industria como una rareza o anomalía: no otra cosa fueron películas como Un romance peligroso, Vengar la sangre o su versión de Solaris. Pero también ha sucumbido con productos como Traffic o La nueva gran estafa, películas complacientes y poco disfrutables, mucho menos personales. Contagio parece ser una extraña fusión del Soderbergh más popular (el aspecto de thriller, el gran elenco, el tema caliente) con el menos convencional (los personajes carecen de lazos emocionales, todo está mostrado con mucha distancia merced a la fragmentación del relato coral, el ritmo es propio y personal, no hay un final feliz ni redenciones a la vista), y lo que queda es un film que si bien tiene sus momentos felices y acertados, tanto desde lo formal como desde lo temático, termina complicándose por sus propias indefiniciones.
Como ejemplo sirva el personaje de Matt Damon, un padre que no logra caer en que su mujer y su hijo han muerto, mucho menos en que la esposa lo estaba engañando. Mitch, así se llama, atraviesa todo el film con una intensidad marcada, tratando de sostener un “está todo bien, sigamos para adelante” que lo termina enterrando en una necedad inconducente. Pero al igual que del resto de los personajes, de Mitch sólo vemos algunas actitudes, intuimos un poco su interior. Y esto es así porque Soderbergh decide contar todo episódicamente, sin hacer centro en ninguno de sus personajes y sin tomarse el tiempo suficiente como para que podamos identificarnos con los dramas de sus criaturas. El inconveniente es que a la hora de cerrar el asunto, llegada cierta instancia definitoria, Contagio exige un compromiso, una emoción, que invariablemente se escabullen. Y el film se queda un poco congelado en su cáscara hermosa pero vacía de contenido, sin saber qué decir ni cómo concluir esto. La falta de centro donde anclarse es el gran acierto de la primera parte de Contagio, pero a la vez su cruz cuando se exige otra cosa. Sin un centro emocional, la solución o no de los conflictos se nos hace poco relevante, mucho más cuando desde lo político el film parece condenar la libertad de expresión y defender el punto de vista de las empresas farmacéuticas, centrales en el asunto. Y allí otra vez, en otra de las contradicciones en las que incurre Soderbergh, cómo negar la belleza de la última secuencia, una sucesión de causas y efectos que desembocan en un final pesimista, si está usada para el mal.