Existe una figura en cierta red social cuyo fundamento consiste en enviar un “toque” a algún contacto, una especie de llamada para conseguir una respuesta inmediata. Tal vez sea una imagen posible para graficar el documental de Alejandra Rojo, dedicado al enorme director Raúl Ruiz, cuyo fin parece ser sacudirnos de la comodidad racional e invitarnos al fascinante laberinto que sus películas proponen. La escasa duración no es un impedimento, por el contrario, un acierto que deja en evidencia dos ideas claras como documentalista. La primera es que la mejor forma de dar cuenta de la monstruosa filmografía del realizador es ir al meollo, a pocos procedimientos fundamentales para sentir sus imágenes y seguir sus ideas; la segunda destierra la posibilidad de cualquier método expositivo / didáctico consagrado a priorizar lo biográfico como signo excluyente. Esto último, que podría malentenderse en aras de reflotar un espíritu elitista, se convierte en la principal virtud de un documental al que le place jugar con la digresión y la fragmentación para hacer honor a la sustancia fílmica de una obra inabarcable y compleja.
Al no haber un centro más que la percepción momentánea de los pasajes elegidos, las imágenes se complementan con justos testimonios de personas cercanas al entorno del director (amigos incondicionales en esta loca idea de sostener un arte singular) y declaraciones alternadas del propio Ruiz. Y si bien se rescatan fechas claves para la historia personal que marcaron decisiones políticas y estéticas, son las principales obsesiones las que dominan el espacio de interés. Allí están entonces las marcas de la infancia, las historias navales del padre, las conjugaciones del arte con la ciencia y las posibles combinaciones que destierran la narración anclada únicamente en un conflicto central (A propósito, un desvío personal: si hay una película que une los dos linajes familiares de manera elocuente es Combate de amor en sueño, del año 2000, donde un prólogo incluye matrices de historias de viajes con fórmulas científicas; aquí se unen la profesión materna, docente en matemáticas, y la influencia del padre con sus relatos de capitán de barco).
Pese a la inevitable melancolía que trasunta toda evocación, el tono neutro de una voz en off conducente y analítica ayuda para acompañar las imágenes a través de breves intervenciones. Lo bueno del seguimiento es la discontinuidad. Si hay algo certero en el documental es la necesidad de eludir una estructura férrea para convertir en mármol al sujeto físico. A cambio, son sus ideas las que se materializan y un trabajo importante de montaje cuyo desafío es la síntesis, la condensación de partes que tienden a un único destino: la poesía. Conmueve (re)ver el doble travelling de El tiempo recobrado (2000) mientras escuchamos acerca de la no linealidad del tiempo y el privilegio del cine como arte que escenifica esa cuestión, pero principalmente la sensibilidad de Ruiz para ir un paso más adelante que cualquier otro a la hora de mostrarlo. También gratifica recordar de qué manera cualquier superficie especular conduce a una dimensión espectral, una de las principales condiciones para una película, siempre “condenada a ser un fantasma” de la memoria.
Dice Ruiz en uno de los pasajes del filme: “No puedo dejar de hacer películas”; según la lógica del documental de Rojo, somos “tocados” y ahora está en nosotros seguir el itinerario.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant