Decir que James Mangold es un narrador extraordinario no es ninguna novedad. Todo aquel que haya visto Tierra de policías, Johnny & June – Pasión y locura o, más recientemente, Logan lo sabe perfectamente. En este sentido, el estreno de su última película, Contra lo imposible, no sólo se presenta como la oportunidad ideal para poner a prueba y confirmar, una vez más, esa certeza, sino también como la manera más emotiva y entretenida de hacerlo.
Por qué se decidió dejar de lado su perfectamente traducible título original, Ford v Ferrari, para el estreno local nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que, desde el vamos, la película nos promete un enfrentamiento: una guerra de egos entre dos de las compañías automotrices más famosas del mundo. Sin embargo, uno de los tantos hallazgos de Contra lo imposible reside en su decisión de no atarse a dicha oposición y, en cambio, apelar a ella como mero marco dramático desde el cual disparar y encauzar su trama. Eludiendo una posible lógica de alternancia entre los avances y retrocesos de cada una de las partes —una estructura bastante convencional y ya explorada en films como Rush: Pasión y gloria—, la película circunscribe su foco a los obstáculos que sólo una de ellas debe superar para triunfar por sobre la otra. En consecuencia, si la guerra prometida oficia como llave de contacto de este atrapante relato de autosuperación, entonces su motor reside nada menos que en los protagonistas; dos hombres seguros de sí mismos que, encarnados por Matt Damon y Christian Bale, deben librar las más diversas batallas: el uno contra el otro (en una de las escenas más cómicas), contra ellos mismos (específicamente, contra sus respectivas decisiones y personalidades) y, sobre todo, contra la desconfianza y la lógica empresarial (toda una fuerza antagónica, pertinentemente personificada en un gerente de marketing). En pocas palabras, una serie de ricos conflictos que, a modo de síntesis, fueron reducidos a la oposición “imposible” del título local.
Ante esta ambiciosa cantidad de frentes y allí donde otros directores menos avispados probablemente hubieran perdido la contienda, James Mangold avanza con seguridad, humor y una confianza en sí mismo comparable únicamente a aquella de los protagonistas. De hecho, incluso cuando la narración flaquea un poco hacia su mitad y pierde parte del ritmo con que se desarrolló hasta ese entonces, el cineasta logra mantener al espectador en vilo y hacer que, por ejemplo, una situación totalmente anodina —como la de un personaje escuchando un relato radial— se torne una secuencia de gran interés narrativo. Y, encima, lo hace con poco más que una precisa puesta de cámara, un intérprete iluminado y unas cuantas ideas visuales bajo el brazo. Asimismo, como cineasta clásico y económico que es, Mangold sabe perfectamente que un sutil pero apenas perceptible travelling-in, que un rápido cambio de foco o que un simple primer plano sostenido unos pocos segundos más de lo esperado acarrean consigo un mar de significancia. En consecuencia, al ver Contra lo imposible, uno no puede evitar sorprenderse; en primer lugar, por su rigor formal, el cual jamás cae víctima de la vorágine del relato —por el contrario, contribuye a su coherencia—; y, en segundo, por haber logrado que cada uno de sus planos y escenas parezcan indudablemente imprescindibles en el crescendo dramático del film; un mérito que, teniendo en cuenta su duración de dos horas y media, no es en absoluto trivial.
Por último, es fácil y hasta inevitable elogiar las actuaciones de Damon y Bale, pero no por ello debemos dejar de reparar en el resto del destacable elenco (particularmente en Tracy Letts y su caracterización de Henry Ford II), en la tensionante banda sonora de Marco Beltrami y Buck Sanders o en el impresionante diseño de sonido de las carreras, por citar tan sólo algunos de los tantos factores que hacen de Contra lo imposible uno de los films más excitantes y memorables del año. Y si durante su desarrollo más de un personaje afirmó con total seguridad que Ken Miles era el conductor perfecto para el Ford GT40, del mismo modo, tras ver la última película de James Mangold, más de un espectador querrá decir lo mismo acerca de quien supo ocupar su silla de director y, entre otras cosas, retratar una carrera de 24 horas en menos de una. Una misión —en apariencia— imposible, que Mangold llevó a cabo con un admirable poder de síntesis, sin descuidar la emoción y sin nunca perder de vista la meta: ese mágico momento en el que —como sostiene la voz en off del film— “todo se desvanece”.