Hoja de ruta
Copacabana debía ser el documental de Rejtman sobre la fiesta de la Virgen de Copacabana que los inmigrantes bolivianos de Buenos Aires celebran anualmente, un proyecto que partió del encargo de un canal de televisión. Pero cuando el proyecto se frustó Rejtman decidió seguir adelante, ahora con más libertad y con la coproducción de Ruda Cine, y la película terminó siendo mucho más que el registro de las manifestaciones culturales de una comunidad de inmigrantes.
Porque lo más importante en este documental es la decisión de Rejtman de empezar por la fiesta para ir después, como en un viaje marcha atrás, hacia Bolivia. Si los primeros planos generan la expectativa de asistir a una muestra antropológica de las costumbres de los inmigrantes bolivianos en Buenos Aires en la que se pueden apreciar la música, los bailes y los trajes típicos de la fiesta dedicada a la Virgen, lo que sigue muestra la preparación de esa fiesta, todo lo que hay detrás de ella. Pero no sólo la preparación porque se ven los ensayos de los bailarines sino porque el foco se amplía hasta abarcar –pero no con la exhaustividad de la crónica periodística o de otro tipo de documental que pretendería abarcar una totalidad y explicar toda una situación social por medio de entrevistas, datos, testimonios- los modos de vida de algunos de estos inmigrantes.
Así es como aparecen sus condiciones de trabajo, la relación a larga distancia con la familia (en la llamada telefónica de una chica que cuenta que en su trabajo anterior la trataban mal, que ahora la tratan bien y que quiere mandar plata), el abandono de la propia tierra para ir a lo desconocido. Para dar un ejemplo del procedimiento de montaje basta con decir que de una serie de planos iniciales de la fiesta y de los ensayos de los bailarines se pasa de pronto a mostrar un taller textil en el que un hombre trabaja minuciosamente una prenda doblado sobre una máquina. Establecer la relación entre una cosa y la otra será tarea del espectador.
Rejtman apenas interviene en los materiales que trabaja. La cámara está puesta casi todo el tiempo a cierta distancia, con encuadres sobrios. Pero este hecho, que podría pasar como la pretensión de una objetividad imposible, más bien da cuenta de una distancia como la que podría mantener el que se sabe un extraño en ciertos lugares (de hecho hay un momento en que toma a los bailarines desde afuera del edificio adonde están ensayando, y los vemos sólo a través de una ventana). De esta manera la película se diferencia de otros documentales en los que el realizador juega a involucrarse no sólo apareciendo en cámara sino también interactuando casi como uno más, cuando en verdad esa pretensión ocultaría una distancia social y cultural que existe.
Y es justamente porque se apuesta a las imágenes que en Copacabana no hay guión ni hay testimonios más que el relato de un viejo –lo vemos por sus manos, unas manos gastadas, y no hace falta que veamos nada más- que da vuelta las páginas de un album en el que desfilan las fotos de distintos lugares de su Bolivia natal, un lugar al que probablemente no volvió y que ahora se convirtió en una serie de recuerdos que pasan, contenidos en esas fotos. Es mucho lo que Rejtman da a mirar y poco lo que “dice”. Pero la objetividad, como dije, no es tal, porque la operación es clara en el montaje –que es también un des-montaje-, por medio del cual se construye el recorrido desde esa fiesta inicial, que alguien podría mirar con ojo pintoresquista (después de todo, están los trajes brillantes, la sonrisa hermosa de las chicas, la gracia para el baile), hasta la desnudez y la aridez, geográfica y social, de esa Bolivia que un grupo de personas abandona llevando unas pocas cosas en el bolso.
Copacabana se vuelve política precisamente por ese diseño: de lo que se trata es de reponer la relación ausente entre el festejo de la Virgen de Copacaban en una Buenos Aires siempre ajena y el lugar de origen. La película no intenta dar explicaciones sobre los motivos de ese viaje, pero eso ya es asunto de las estadísticas. Rejtman no pone a estos inmigrantes frente a la cámara para que cuenten por qué vinieron a Argentina. Los muestra en cambio desarmando las valijas para ser revisadas en la Aduana, esas valijas de las que salen acolchados, fuentes para el horno, ropa. Y uno de los puntos más importantes de la película, en esta última parte que sigue a los pasajeros de un micro particular en el cruce de la frontera, es el plano subjetivo desde el parabrisas del micro hacia afuera, en el momento preciso en que aparece un cartel que dice “Bienvenidos a la República Argentina”, y el espectador sabe, porque la imagen habla por sí sola, que está mirando una mentira. Y cruza la frontera, si es que eso es posible, con ellos, convertido por un segundo en un inmigrante más, capaz de imaginarse gracias a las imágenes la sensación de estar dejando atrás el lugar conocido para ir a probar una suerte más que incierta (yo normalmente hubiera dicho que acá lo que hace la cámara es usurpar el lugar del otro, anular la diferencia, como si eso fuera posible, pero en este caso me parece que la efectividad del gesto lo justifica).
Porque lo más importante –no puedo dejar de repetirlo- es que Rejtman confía en las imágenes. La cámara se detiene sobre ciertos detalles que por no estar sobreexplicados dejan lugar para que el espectador se llene de preguntas. En lugar de una búsqueda de razones lo que hay es una experiencia, la experiencia concreta del viaje, de la migración. Una experiencia que debería hacer que el espectador memorioso no pueda dejar de pensar, cada vez que vea a un inmigrante boliviano en la calle, en un comercio o bailando en la fiesta de la Virgen de Copacabana, que detrás de esa cara hay un viaje, una historia.