La elegancia y el pudor del observador ajeno En su debut en el documental, Martín Rejtman confirma su estatus de referente ineludible del cine argentino. En este trabajo -un "encargo" del canal de cable porteño Ciudad Abierto durante su etapa "progresista", que luego prácticamente ninguneó su promoción- el director de Rapado, Silvia Prieto y Los guantes mágicos registró las celebraciones del evento más importante de la comunidad boliviana en nuestro país: la fiesta patronal de Nuestra Señora de Copacabana que se realiza todos los años durante dos domingos de octubre. Un puñado de planos fijos y de travellings le alcanzan a Rejtman para transmitir toda la intensidad de los coloridos bailes y de la música (hay cientos de grupos que desfilan en el barrio porteño de Charrúa). Sin apelar a testimonios a cámara, obviando todo énfasis y subrayados, el director muestra la trastienda (los ensayos, las reuniones) para luego ofrecer algunas viñetas (el trabajo en los talleres textiles, un repaso con postales de la geografía boliviana, conversaciones en locutorios, un viaje hasta la frontera con ese país) que definen a una colectividad multitudinaria, pero que de alguna manera aún sigue siendo bastante secreta para la gran mayoría de los argentinos. Una obra, sobria, elegante y luminosa que Marcelo Panozzo comparó con precisión con algunos pasajes de Shara, la obra maestra de la japonesa Naomi Kawase. (Esta reseña se publicó en una versión más reducida durante el BAFICI 2008)
Distante como el altiplano Con una filmografía no muy extensa que incluye a los films Rapado (1991), Silvia Prieto (1998) y Los guantes mágicos (2003), el realizador Martín Rejtman se transformó en una referencia ineludible para los realizadores del denominado “Nuevo cine argentino”. Copacabana (2007) es un interesante ingreso al terreno del documental. Realizado para el Canal Ciudad Abierta, el film muestra la preparación de la fiesta de Nuestra Señora de Copacabana, emblema de la comunidad boliviana residente en Argentina. Con una mirada distante, contemplativa, que no se involucra pero que tampoco subraya, Rejtman sintetiza en apenas 55 minutos los movimientos que implican la realización de esta ceremonia. Hay ensayos coreográficos, reuniones, tránsitos de un país a otro, y algunos pasajes un tanto más periféricos (una comunicación telefónica en un locutorio, por ejemplo) que dan cuenta de la magnitud de este encuentro. Si hay algo que emparenta al Rejtman director de ficción del Rejtman documentalista, es el minimalismo tanto en el tratamiento espacial (con limitaciones en este tipo de formato) como en el desarrollo del relato. Esta elección estética singulariza el material, que –a priori- pudo haber tentado a otro realizador a tener un punto de vista fuerte sobre la marginalidad y la discriminación a los bolivianos. Copacabana puede ser vista como un documental antropológico o un ejercicio de estilo, y de cualquier modo deja al espectador la posibilidad de entender el material como quiera. Con estilizados travellings, planos generales y de extensa duración, el realizador logra poner en imagen un mundo cercano y a la vez distante. Un mundo al que no le es ajeno el acontecimiento de reminiscencias metafísicas ni las ideas de comunidad y ritual, tan banalizados en nuestra sociedad.
Cuando Rejtman se asoma Para muchos, la palabra Copacabana remite a extensas playas brasileñas y en algunos casos, a la bohemia de los ’60 y el surgimiento de la bossa nova. Pero también es una ciudad boliviana al borde del lago Titicaca y por sobre todo, en donde se asienta el santuario de la Virgen de Copacabana. Pues bien, hace cinco años Martín Rejman fue convocado por el canal Ciudad Abierta (cuando era una de las señales más interesantes de la televisión, antes del vaciamiento macrista) para que realice un documental. Se le presentaron varias opciones y director de Los guantes mágicos, Silvia Prieto y Rapado eligió a la comunidad boliviana en la Argentina, “porque era un tema muy ajeno a mí”, según reveló en una entrevista. De ahí surge Copacabana, el registro de los preparativos de la fiesta patronal de Nuestra Señora de Copacabana. Pero claro, Rejtman va un poco más allá, bastante más allá. Copacabana comienza con un larguísimo travelling, en donde se ven los preparativos de la fiesta, después, un breve pantallazo a los festejos con la danza de los caporales (su nombre surge de los capataces que manejaban a los esclavos en las haciendas), y de las cholas con sus característicos sombreritos bombín. Y de vuelta a los preparativos, algunas viñetas del trabajo en los talleres de costura, una llamada desde un locutorio (dos minutos de charla que cuentan más que muchos ensayos sobre la realidad socioeconómica de los inmigrantes), las prácticas del baile en galpones y casas, las discusiones de la comisión organizadora; y un extraordinario pasaje, el último, donde la cámara sale de ese mundo boliviano del Bajo Flores (que ni si quiera se asoma al universo porteño) y viaja a la ciudad fronteriza de Villazón, el comienzo de todo. Allí, Rejtman toma el éxodo, el viaje desde Bolivia hacia la promesa argentina, los infinitos bolsos, la aduana, los gendarmes, la máquina de coser embalada, las recomendaciones de la azafata en el ómnibus a Buenos Aires. La tristeza. Si Rejtman construye sus relatos de ficción con un férreo control de los diálogos que en general se dicen sobre el vacío, en Copacabana no abandona la intención, a pesar de que la película se inscribe en el género documental (¿documental?, ¿género?). Así, pasan casi 20 minutos para que se escuche una voz, la única, que acompaña la muestra de fotos de una historia, un monólogo que está perfectamente encerrado en una vida que comprende a otras: nada se derrama del envase diseñado por el director. Y después, y antes, y durante toda la película, la cámara siempre distante, alejada del registro antropológico y con un interés genuino y respetuoso sobre un mundo ajeno. Una mirada que registra la contundente elegancia de los bailes, la belleza de los cuerpos en movimiento, la luminosidad de esos momentos únicos. Porque Copacabana es una película luminosa y feliz sobre un mundo demasiadas veces opaco.
En cuatro funciones (una cada sábados a partir del 23 de enero) en la Fundación Proa (en La Boca), con proyección digital especial y dicen que novedosa y de gran calidad se estrenará el documental Copacabana de Martín Rejtman. Rejtman (Rapado, Silvia Prieto, Los guantes mágicos) hace su primer documental (visto en el Bafici 2007) y en él retrata a la comunidad boliviana. Rejtman encuentra la distancia justa ─con encuadres de gran armonía─ para mostrar con claridad y a la vez hacer interrogarse sobre los pliegues de la realidad.
A pesar de ciertos logros formales, el documental de Martín Rejtman me dejó bastante indiferente. Es verdad que el director de Los guantes mágicos se arriesga mucho, a través de una puesta en escena donde la cámara permanece quieta, buscando captar pedazos de tiempo, momentos donde las personas circulan y aportan a la acción en forma espontánea. Logra así resultados interesantes. A la vez, sólo se centra en una celebración particular, escapando al retrato ambicioso de la comunidad boliviana, en corcondancia con su estilo de siempre. Pero igual da la sensación de que al filme le falta trascendencia, que se escapa rápido de la memoria y la importancia del rito nunca aparece.
Hoja de ruta Copacabana debía ser el documental de Rejtman sobre la fiesta de la Virgen de Copacabana que los inmigrantes bolivianos de Buenos Aires celebran anualmente, un proyecto que partió del encargo de un canal de televisión. Pero cuando el proyecto se frustó Rejtman decidió seguir adelante, ahora con más libertad y con la coproducción de Ruda Cine, y la película terminó siendo mucho más que el registro de las manifestaciones culturales de una comunidad de inmigrantes. Porque lo más importante en este documental es la decisión de Rejtman de empezar por la fiesta para ir después, como en un viaje marcha atrás, hacia Bolivia. Si los primeros planos generan la expectativa de asistir a una muestra antropológica de las costumbres de los inmigrantes bolivianos en Buenos Aires en la que se pueden apreciar la música, los bailes y los trajes típicos de la fiesta dedicada a la Virgen, lo que sigue muestra la preparación de esa fiesta, todo lo que hay detrás de ella. Pero no sólo la preparación porque se ven los ensayos de los bailarines sino porque el foco se amplía hasta abarcar –pero no con la exhaustividad de la crónica periodística o de otro tipo de documental que pretendería abarcar una totalidad y explicar toda una situación social por medio de entrevistas, datos, testimonios- los modos de vida de algunos de estos inmigrantes. Así es como aparecen sus condiciones de trabajo, la relación a larga distancia con la familia (en la llamada telefónica de una chica que cuenta que en su trabajo anterior la trataban mal, que ahora la tratan bien y que quiere mandar plata), el abandono de la propia tierra para ir a lo desconocido. Para dar un ejemplo del procedimiento de montaje basta con decir que de una serie de planos iniciales de la fiesta y de los ensayos de los bailarines se pasa de pronto a mostrar un taller textil en el que un hombre trabaja minuciosamente una prenda doblado sobre una máquina. Establecer la relación entre una cosa y la otra será tarea del espectador. Rejtman apenas interviene en los materiales que trabaja. La cámara está puesta casi todo el tiempo a cierta distancia, con encuadres sobrios. Pero este hecho, que podría pasar como la pretensión de una objetividad imposible, más bien da cuenta de una distancia como la que podría mantener el que se sabe un extraño en ciertos lugares (de hecho hay un momento en que toma a los bailarines desde afuera del edificio adonde están ensayando, y los vemos sólo a través de una ventana). De esta manera la película se diferencia de otros documentales en los que el realizador juega a involucrarse no sólo apareciendo en cámara sino también interactuando casi como uno más, cuando en verdad esa pretensión ocultaría una distancia social y cultural que existe. Y es justamente porque se apuesta a las imágenes que en Copacabana no hay guión ni hay testimonios más que el relato de un viejo –lo vemos por sus manos, unas manos gastadas, y no hace falta que veamos nada más- que da vuelta las páginas de un album en el que desfilan las fotos de distintos lugares de su Bolivia natal, un lugar al que probablemente no volvió y que ahora se convirtió en una serie de recuerdos que pasan, contenidos en esas fotos. Es mucho lo que Rejtman da a mirar y poco lo que “dice”. Pero la objetividad, como dije, no es tal, porque la operación es clara en el montaje –que es también un des-montaje-, por medio del cual se construye el recorrido desde esa fiesta inicial, que alguien podría mirar con ojo pintoresquista (después de todo, están los trajes brillantes, la sonrisa hermosa de las chicas, la gracia para el baile), hasta la desnudez y la aridez, geográfica y social, de esa Bolivia que un grupo de personas abandona llevando unas pocas cosas en el bolso. Copacabana se vuelve política precisamente por ese diseño: de lo que se trata es de reponer la relación ausente entre el festejo de la Virgen de Copacaban en una Buenos Aires siempre ajena y el lugar de origen. La película no intenta dar explicaciones sobre los motivos de ese viaje, pero eso ya es asunto de las estadísticas. Rejtman no pone a estos inmigrantes frente a la cámara para que cuenten por qué vinieron a Argentina. Los muestra en cambio desarmando las valijas para ser revisadas en la Aduana, esas valijas de las que salen acolchados, fuentes para el horno, ropa. Y uno de los puntos más importantes de la película, en esta última parte que sigue a los pasajeros de un micro particular en el cruce de la frontera, es el plano subjetivo desde el parabrisas del micro hacia afuera, en el momento preciso en que aparece un cartel que dice “Bienvenidos a la República Argentina”, y el espectador sabe, porque la imagen habla por sí sola, que está mirando una mentira. Y cruza la frontera, si es que eso es posible, con ellos, convertido por un segundo en un inmigrante más, capaz de imaginarse gracias a las imágenes la sensación de estar dejando atrás el lugar conocido para ir a probar una suerte más que incierta (yo normalmente hubiera dicho que acá lo que hace la cámara es usurpar el lugar del otro, anular la diferencia, como si eso fuera posible, pero en este caso me parece que la efectividad del gesto lo justifica). Porque lo más importante –no puedo dejar de repetirlo- es que Rejtman confía en las imágenes. La cámara se detiene sobre ciertos detalles que por no estar sobreexplicados dejan lugar para que el espectador se llene de preguntas. En lugar de una búsqueda de razones lo que hay es una experiencia, la experiencia concreta del viaje, de la migración. Una experiencia que debería hacer que el espectador memorioso no pueda dejar de pensar, cada vez que vea a un inmigrante boliviano en la calle, en un comercio o bailando en la fiesta de la Virgen de Copacabana, que detrás de esa cara hay un viaje, una historia.
LA MAGIA DE TUS BAILES En el próximo mes de enero se estrena en la Fundación Proa, Copacabana, el esperado documental de Martín Rejtman (Silvia Prieto, Los guantes mágicos), que describe la vida de la comunidad boliviana en Buenos Aires a partir de la fiesta de Nuestra Señora de Copacabana. Con notable criterio estético, el director arma un film original que se adentra en un mundo ajeno al espectador porteño, a pesar de tratarse de una comunidad con la que convive a diario. Lo maravilloso del cine, en particular del cine documental, es que en apenas una línea se puede resumir de qué trata un film y, a la vez, no se está diciendo nada sobre el mismo, sino que hay que verlo para poder entender qué ha decidido hacer el director con ese punto de partida. Así las cosas, la idea de un documental sobre la comunidad boliviana en la Argentina es -a priori- fácilmente asociable a un cine social de denuncia o a una simple mirada lineal y políticamente correcta acerca de ese grupo migratorio. Pero está claro que, en manos del realizador Martín Rejtman, el film debería tomar otros derroteros, menos obvios y más interesantes. Y las sospechas se cumplen con creces. Luego de unos primeros travellings laterales en los que se muestra un barrio de Capital Federal en donde se arman los festejos de la comunidad, el film se sumerge en una serie de escenas que le otorgan ya su esencia y su sentido. Se observan entonces diferentes grupos que ensayan o se presentan bailando en la Fiesta de Nuestra Señora de Copacabana. Decir que el film se juega todo en estas escenas no es exagerar. Se podría afirmar que Rejtman cumple con una dualidad casi contradictoria: la de mostrar por un lado un mundo tal cual es y, por el otro, realizar una puesta en escena con sutiles elementos de artificio y notoria presencia de una intención estética definida. Este pequeño juego al que el director nos introduce nos lleva a cuestionar la naturaleza misma del documental, género en el cual los realizadores más respetuosos y comprometidos ideológicamente terminan realizando films anodinos e incluso contradictorios con sus intenciones originales. Rejtman no es un cineasta político en el sentido tradicional, por lo que el sentido político que el film pueda tener se desprende del propio lenguaje y de las situaciones, y no de una bajada de línea forzada del director. En esas primeras escenas de bailes, Rejtman ya nos conecta con la comunidad boliviana de forma absoluta. Medio film abarcan estas costumbres que se van ganando el corazón del espectador más distante o poco interesado en el tema. El racismo y la tensión que a diario se percibe en la Argentina y de los cuales casi nada se habla en los medios, se verían completamente derrumbados con estos bailes, que generan un nivel de comprensión, empatía y admiración que muy pocos cineastas podrían haber logrado con tanta fuerza. El film no es profuso en diálogos, pero sí lo es en imágenes de grupos de personas bailando, ensayando, compartiendo espacios comunitarios. Y es precisamente gracias a esto que la película gana en belleza y fascinación. Lejos está de una actitud despectiva, claro, pero lejos está también de una actitud paternalista o cínica. En manos de un director mediocre, estas escenas podrían haber caído en el ridículo; en manos de Rejtman, cobran una nobleza extraordinaria. Y así, sin una estructura dramática convencional, pero creando siempre interés, sin declaraciones ni entrevistas, con algunos pocos diálogos filmados con distancia y alguien que muestra un álbum de fotos, Copacabana se va imponiendo en el corazón del espectador con herramientas puras y sin golpes bajos, aun cuando se oscurece un poco en la segunda parte, donde nos sentimos doblemente comprometidos debido a lo que pudimos ver en la primera mitad. Es posible que esta película sea el acercamiento más genuino y efectivo que los medios audiovisuales hayan hecho a la comunidad boliviana. Y eso es mérito de un realizador que aunque dice desconocer el género documental, no caben dudas de que conoce la naturaleza del cine.
El sábado 23 de Enero Martín Rejtman estrenó su última película titulada “Copacabana” ¿Cómo se lee una obra dedicada a la situación de la comunidad boliviana en Buenos Aires desde su proyección en un ámbito como lo es Fundación Proa? Ubiquémonos para comenzar en el barrio de la Boca. Rumbo hacia la Fundación, mirando por la ventanilla del colectivo, contemplo una escena que se prolonga el tiempo de un semáforo en rojo: un hombre de entre 20 y 35 años (el grado de alcohol que lleva puesto hace que me resulte imposible precisar su edad) se encuentra tirado sobre la pared de una construcción muy deteriorada, llena de afiches despegados y rotos. Tiene una pierna lastimada. Le grita algo a su compañero que se encuentra a unos cuantos metros de distancia, pero no parece preocuparle que lo escuche. Bebe un largo sorbo de un misterioso líquido que ha guardado en una botella de gaseosa. Me mira de pronto con lo que parece un cierto grado de estrabismo, se para torpemente, apenas atina a darse vuelta para quedar de cara a la pared, se desabrocha la bragueta y se dispone a orinar sin demasiada concentración. El colectivo arranca… Una mujer le da indicaciones a un niño desde el balcón de su departamento. Un perro vagabundo huele la basura. Un joven con mochila y toda la pinta de europeo mira medio perdido a su alrededor. Así continúa mi recorrido hasta llegar a donde nace nuestro emblemático Caminito. Desciendo del colectivo. Llega hasta mí un intenso olor a pochoclo que sus vendedores dan a probar de una canasta a los transeúntes con la esperanza de aumentar la clientela, y con éste se mezcla, en una combinación más que particular, el olor a putrefacción que emana despiadadamente del Riachuelo. Paralela a la rivera, al aire libre, se encuentra expuesta una serie de reproducciones de obras del Louvre. En ellas incluso se han respetado los marcos dorados que originalmente las contienen en su residencia parisina. Curiosamente muchas de estas obras se encuentran rayadas por una mano ¿discrepante?, ¿aburrida?, ¿que no les encuentra valor?, ¿que no las comprende? Llego finalmente a las puertas de Proa. Entro y los primeros contrastes salen a relucir: el aire acondicionado ha eliminado no solo el excesivo calor y la humedad que asedian a la ciudad en el mes de enero, sino también el intransigente olor del Riachuelo. Miro a mi alrededor y noto que la arquitectura se ha modificado notablemente: no es ni antigua, ni colorida, ni deteriorada; muy por el contrario sus muros blancos, sus terminaciones minimalistas y sobre todo el predominio de vidrio en la fachada dan a la construcción un considerable carácter de burbuja. Y me remito a la imagen de burbuja porque así de frágil es la estructura que separa el interior del exterior: apenas una puerta de vidrio que empujar y la entrada es libre y gratuita. (En el caso de la película, el precio de la entrada es de unos modestos $10, muy al alcance de las masas). Pero así como en teoría este espacio parece accesible para todo aquel amante del arte que desee ingresar, en la práctica esos vidrios resultan infranqueables, y prueba de ello es el notable cambio de público que encontramos dentro de la Fundación. Ni a los que se encuentran comprando pochoclo parece interesarles o causarles curiosidad lo que sucede allí dentro, ni a los que se encuentran en el interior, perfumados, acicalados y muy ocupados en los encuentros sociales que el espacio propone, parece urgirles el ir a recorrer las calles de la Boca. Ahora bien, no encuentro justo reprocharles ni a unos ni a otros el desplazarse por los sectores en los que se sienten más a gusto, pero, si es tan clara la divergencia de intereses de ambos públicos, ¿a qué se debe esa tan insólita ubicación de la Fundación Proa? ¿Qué la llevó a erigirse en eterno aislamiento de su entorno? ¿Qué fin busca en el contraste? Yo me arriesgaría a decir, que en todo caso, ese fin no es de índole reflexivo, puesto que los contrastes son manejados sin ningún conflicto o cuestionamiento. Esta situación se vuelve aún más paradójica cuando el público de Proa aterriza entre aquellas paredes climatizadas y asépticas buscando refugiarse del amenazante e incómodo mundo de la Boca, para luego meterse en una pequeña sala y disponerse a ver, a través de las proyecciones en una pantalla, ese mundo popular del que vienen huyendo. Este carácter de contempladores pasivos y distantes queda acentuado a lo largo de la obra por un gran número de elementos de los que Rejtman sabe servirse magníficamente para indicarle a su público que lo que están haciendo no es sino espiar, por un pequeño orificio, una realidad que se les escapa por completo. La película comienza, por ejemplo, con una serie de tomas del desfile de Nuestra Señora de Copacabana realizado por la comunidad boliviana en Buenos Aires. Cada una de estas miradas capta un personaje o grupo de bailarines durante varios segundos, quedando separadas unas de otras por un corte pronunciado, en el que el negro de la pantalla nos permite sintetiza la escena recién vista para fijarla en la memoria a modo de fotografía. Numerosas tomas son por otro lado realizadas desde ventanas o puertas que nos sitúan del lado exterior de la escena, o desde determinados puntos fijos a los que la cámara permanece atada, captando la entrada y salida de diversos personajes de cuyas actividades no vemos sino la fracción que nuestra propia ubicación nos permite obtener. Otro recurso del que se vale Rejtman es la escasez de diálogos o argumentaciones: vemos a las personas en su ámbito laboral, las vemos practicar coreografías, vemos los lugares donde viven, pero no sabemos lo que piensan, sienten u opinan. Así, las imágenes cobran predominio por sobre la palabra y el mundo de la comunidad boliviana en Buenos Aires comienza a hablar por sí mismo, aunque extrayendo su discurso de nosotros, sus espectadores. Cuatro únicas funciones, que ya han agotado sus entradas, mostrarán hasta el 13 de febrero a un público privilegiado, una cara muchas veces ignorada de la ciudad porteña.