En el transcurso del tiempo.
Hay un efecto esencialmente enigmático y movilizador en algunas películas de Abbas Kiarostami. Algo que no se alcanza a describir cabalmente pero cuya circulación se percibe de manera secreta entre sus personajes. A veces, a primera vista no pasa nada: la apariencia cristalina que se desprende del modo en el que están concebidas muchas de sus escenas –los travellings elegantes y casi imperceptibles, diseñados para acompañar a los personajes más que para hacer que perdamos conciencia de ellos, distraídos con la destreza del director; la belleza etérea que imponen suavemente el aire y la luz, con una autoridad y sencillez que Kiarostami acostumbra desgranar como si trabajara directamente sobre los elementos de la naturaleza– contribuye a menudo a crear una sensación de suspensión satisfecha, una especie de “estar ahí” de las cosas frente a la que al cineasta solo le queda plantar la cámara para cosechar alguna clase de verdad última del mundo. Si sus personajes charlan, uno puede tender, en una mirada temprana e insuficiente, a verlos como figuras plenas de sol, embargadas de una placidez un poco estática y arrebatadoramente primitiva. Pero ocurre que en ese intercambio enseguida se puede advertir que hay algo que avanza y se materializa entre esos mismos personajes, arrastrado súbitamente con el ímpetu de una pasión soterrada, tallado con perseverante y sutil energía en los cruces de miradas, en los gestos –a veces casi invisibles de tan leves– que oscilan y estallan brevemente.
Copia certificada parece empeñarse, precisamente, en ese costado particular del cine de Kiarostami, esa tensión nerviosa que en otras de sus películas suele permanecer como un esbozo o una insinuación. Cuando un hombre y una mujer (Binoche y Shimell, admirables) suben a un auto, de inmediato hay ahí un par de planos muy concretos que remiten en forma conciente a Viaje en Italia, la película de Rossellini. Específicamente la toma de la ruta que atraviesa un paisaje agreste, vista desde arriba del auto en movimiento, y la de la mujer que maneja, que se ve obligada a frenar la marcha y que reniega porque alguien o algo le obstruye el paso. Esta pareja, al revés que la de Rossellini (que empieza su película in media res, decidido a describir un momento oscilante y peligroso de un matrimonio constituido desde hace lustros), se acaba de conocer hace unas pocas horas. Pero resulta que, con un ligero desvío de prestidigitador operado en mitad de la narración, Kiarostami se las arregla para contar una relación sentimental de quince años en el transcurso de poco más de una tarde. Es como si el director retomara una misteriosa frase aislada de la película del maestro italiano (“Si no nos conocemos, podemos empezar de nuevo”) para inventar ese sorprendente momento de tránsito. Si Viaje en Italia funciona casi a modo de original emotivo, Copia certificada establece un horizonte autónomo, justamente interrogándose sobre su propio estatuto respecto de aquella.
Todo parte de una cuestión que anida en la lengua. Estamos en la región de la Toscana, en Italia, y la encargada de una fonda observa a la pareja hablar en inglés, sin entender una palabra de lo que dice. Cuando el hombre sale para atender una llamada en el celular, se pone a charlar con la mujer, ahora en italiano, y esta se da cuenta de que los toma a ella y a su acompañante por un matrimonio. Sin embargo, no se molesta en sacar de su error a la encargada. Minutos después, en una escena fabulosa en la que se verifica una vez más la maestría suprema del director iraní para disponer con gracia y precisión los elementos que juegan dentro del plano, los protagonistas se encuentran con un matrimonio de turistas que se les acerca hablando en francés. Después de charlar un rato con ellos, el extraño (interpretado por el mítico guionista Jean-Claude Carriere) se lleva al personaje de Shimell aparte y le dice en el mismo idioma que no sabe cuál es la raíz de su problema pero que, por lo que pudo observar, lo que su mujer necesita si quiere reconquistarla es que camine junto a ella con la mano en su hombro. Kiarostami dispone un cruce constante de lenguajes que parece ocurrir en un planeta helado, inalcanzable: de golpe, toda esa maraña flotante de palabras, esas capas tejidas de disquisiciones y de réplicas –que pasan del modo en el que se conforma la validez de la obra artística a la pertinencia del carácter fluctuante del amor– que chocan y se imbrican unas con otras, muestran un carácter de melancólica prescindencia. Una de las conclusiones más evidentes es que si viéramos a Binoche y a Shimel deslizándose sobre una pantalla muda, y siguiéramos su recorrido desde el inicio de la película hasta el final sin oír una palabra, tendríamos una historia de amor completa en tres actos, en una línea de tiempo que va desde la seducción al hastío y de allí a la aridez desamparada del último minuto. Copia certificada permanece en un estado de implacable alerta respecto de las pequeñas vacilaciones, miradas y estocadas gestuales de sus dos protagonistas y consigue trasmitir, así, la emoción genuina de una guerra sin cuartel en la que el sentimiento amoroso se constituye en el huidizo motor de la ficción.