Sensatez y sentimientos
Copia certificada es una película de discusión: se discute sobre el estatuto del arte, se discute sobre la vida en pareja y se discute, en definitiva, sobre la verdad, sobre la ficción y sobre lo fácil en que la primera se puede transformar en la segunda según en el lugar en que nos paremos a mirar. Es que, como en toda discusión, hay tantas verdades posibles como argumentos se nos puedan ocurrir y todos pueden sonar reales si se muestran con la suficiente convicción o con indicios de sinceridad.
Y ahora me saco de encima rápido el compromiso de contar el argumento porque de todo lo que podamos decir de esta película de Kiarostami, creo, es lo menos importante. William Shimell (en la vida real parece que es un cantante de ópera) es un escritor inglés que escribió un ensayo medio chapucero en el que sostiene que la copia de cualquier obra de arte puede ser tan valiosa como la original siempre que tengamos la inocencia o la decisión de disfrutarla. Este escritor comparte una tarde de paseo por Toscana con Juliette Binoche, una señora galerista (francesa, por supuesto) elegantemente chiruseada, muy apasionada y bastante agobiada por el deber de crianza para con su hijo preadolescente. Primero se histeriquean un poco, debaten apasionadamente y después las cosas se van confundiendo progresivamente hasta agarrarse de los pelos como si llevaran quince años de casados. Digo que las cosas se van confundiendo y, en realidad, los que nos confundimos somos nosotros, porque promediando la película estos dos han hecho y han dicho lo suficiente para que no sepamos si en realidad son un matrimonio que juega a no conocerse y a veces se van de personaje o si son dos desconocidos que intentan ser pareja por un rato.
Con este mareo Kiarostami parece decirnos que poco importa la realidad sino su forma de representación, o mejor dicho, los pequeños indicios que se pueden sembrar de distintas realidades. Por ejemplo, Binoche guardándole un pancito a su pareja para que no pase hambre después de una rabieta, resulta una prueba de matrimonio más convincente que una libreta con firma de juez y todo; así como Shimell, de pie, contándole gallardo y apasionado una historia en el medio de un bar es mucho más un evidente intento de seducción a una extraña que una propuesta indecente o un guiño de ojo. Miles de indicios genuinos, todos discuten, se contradicen y nos convencen un poco.
La puesta y el montaje también siguen el planteo. Los protagonistas circulan en su paseo por Italia y Kiarostami los acompaña de cerca con travellings tan imperceptibles que la cámara parece un peatón más de la travesía. Pero sin embargo, en un par de escenas, curiosamente en las que los protagonistas verbalizan más expresamente sus emociones, el director abandona esa estética naturalista para plantar la cámara frente a la cara de los actores en un primer plano fijo. Ellos hablan, se conmueven frente a las palabras del otro, se quedan solos en la pantalla y de golpe, por este recurso de montaje tan artificial, nos acordamos que lo que vemos no es la vida, que estamos en el cine y que esa gente esta actuando esas emociones que vemos: el lente está reflejando, pero también interviniendo y cuestionando lo que existe.
Con plena conciencia de estar haciendo cine y total uso y disfrute de sus herramientas, Kiarostami nos coloca en un lugar tal de indecisión que nos obliga a seguir la tesis del libro que le da nombre a la película, renunciar por un rato a la búsqueda de algún tipo de verdad y abandonarnos al dulce disfrute de una obra de arte tan arbitraria y caprichosa como la emoción que nos hace sentir que esto que estamos viendo nos está gustando mucho, así porque sí nomás.