Un disfrute que se achica
En su primera mitad, Corazón de León es una muy buena comedia romántica, con impecable ritmo de sitcom e incluso con cierta apuesta por el absurdo y la provocación que remite a la Nueva (ya no tan nueva) Comedia Americana de los hermanos Farrelly o Judd Apatow. Pero cuando el espectador se ha rendido a los pies de esos dos notables personajes que son la abogada divorciada Ivana Cornejo (Julieta Díaz) y el arquitecto/playboy León Godoy (sí, el Guillermo Francella enano que tanto ha dado que hablar en redes sociales) llega la "traición" de Marcos Carnevale.
¿Por qué utilizar un término tan duro como "traición"? Porque en su segunda parte Corazón de León esconde, casi que sepulta, todos los méritos iniciales al servicio de la bajada de línea aleccionadora, la corrección política subrayada, el sentimentalismo más rancio. El cine al servicio del discurso moralizador. El mensaje por sobre la imagen.
Si bien Carnevale ya había apelado a las moralejas obvias en varios pasajes de Elsa & Fred, Anita, Tocar el cielo o Viudas para reivindicar desde el amor en la vejez hasta las problemáticas de las minorías sexuales, pasando por las desventuras de aquellos con capacidades diferentes, aquí la decepción es más fuerte porque en su primera hora el director había construido la que -por lejos- era la mejor película de su carrera: un relato armónico, irreverente, lúdico y muy entretenido.
En el éxito de esa "primera" película se conjugan un guión eficaz, una narración fluida y tres impecables actuaciones (sumo al muy simpático Nicolás Francella, hijo de Guillermo tanto en la realidad como en la ficción, y con destino inevitable de galán). Puede que en esa apuesta inicial falte un poco de lenguaje cinematográfico y que el uso de los secundarios remita a ciertos estereotipos de las tiras cómicas televisivas (Carnevale, cabe recordar, es el máximo responsable de las ficciones de Pol-ka), pero ver cómo se conocen, se encuentran, se seducen y se van enamorando (a pesar de los contratiempos y las contradicciones) los protagonistas es un genuino placer voyeurista.
Pero luego llega el brusco giro, el volantazo, el golpe de timón de Carnevale y, así, su séptimo largometraje deriva hacia la concientización (ese “no” gritado a los prejuicios, el “vivan las diferencias”, parecen ser los eslóganes preferidos) y el conseguir la emoción a cualquier precio y sin importar los recursos (los golpes bajos). Aun con Francella y Díaz sosteniendo sus personajes con profesionalismo y dignidad, la película se vuelve obvia, torpe, morosa, previsible.
De todas maneras, cabe destacar sus méritos (que incluyen un impecable uso de los efectos digitales para el Francella de 1,36m) y su respetuosa apuesta popular (está todo dado para un gran éxito comercial). Cuando Carnevale priorice su faceta de narrador por sobre la de predicador estaremos frente a un cineasta capaz de sorprendernos, divertirnos y emocionarnos con recursos nobles durante todo el relato. Esta vez, se quedó a mitad de camino.