I’m in love with my tank
En 1975, Queen lanzó, en el disco A Night at the Opera, la canción I’m in Love With my Car, himno pistero dedicado a un plomo de la banda, que amaba a su Triumph TR4 (auto deportivo británico de la Triumph Motor Company) más que a nada en la vida. El baterista Roger Taylor, él también amante de los autos, estuvo a cargo de las voces y la letra, una oda desenfrenada y onomatopéyica a los fierros. Una de las estrofas reza: “Told my girl I’ll have to forget her/rather buy me a new carburetor/so she made tracks saying this is the end now/cars don’t talk back, they’re just four wheeled friends now” (le dije a mi chica que la tengo que olvidar/prefiero comprarme un carburador nuevo/así que ella salió pisteando, diciéndome que era el final/los autos no contestan, son amigos de cuatro ruedas).
Algo similar pasa en Fury, acá bautizada como Corazones de Hierro, título ñoño y sensiblero para referirse a un grupo de hombres, amantes de un amigo de más de cuatro ruedas, un tanque de guerra alemán, el Fury del título, capaces de sacrificar su vida por él y convertirlo en una suerte de altar sacrosanto, con todo lo sagrado y todo lo santo (moralina religiosa seudo existencialista incluida). Acá no hay minas que valgan ni persona alguna que altere el curso que los muchachos y el tanquecito deben seguir. La guerra se libra entre ellos y el resto del mundo.
Se trata de cuatros soldados (Brad Pitt, Shia LaBeouf, Michael Peña y Jon Bernthal) que erigieron una cofradía, una hermandad (que no relación incestuosa) para matar nazis durante la segunda Guerra Mundial. Una Bastardos sin Gloria (Inglourious Basterds, de Quentin Tarantino, 2009) sin humor y cargada de solemnidad (pero con un Brad Pitt en modo Aldo the Apache, misma cara, mismas muecas). Los cuatro han estado juntos durante años, siempre siguiendo a Wardaddy (Pitt, aka, “el papacito de la guerra”) como el líder nato que es, en ese micromundo que es el tanque, similar a lo que simbolizaba el traje anti-bombas del escuadrón en Vivir al Límite (The Hurt Locker, de Kathryn Bigelow, 2008), una suerte de hogar a la vez que estilo de vida. Estos hombres no conciben otro lugar en el mundo que no sea el tanque. Y eso es Fury, un manifiesto masculino sobre las relaciones varoniles y la necesidad de crear un núcleo de pertenencia que justifique esa dinámica.
Como pasa con la canción de Queen, este grupo no admite la presencia femenina (al igual que en Vivir al Límite, cuyos personajes femeninos eran retratados como una carga a soportar), ni real ni fantaseada, de ahí que la escena que se siente más incomoda a la vez que liberadora y esperanzadora sea la de la casa de las mujeres alemanas, escena por demás extendida que sirve para poner de manifiesto el potencial quiebre del grupo (por la intrusión de un otro, un otro femenino) próximo al inevitable final.
Pero antes de eso, se suma al grupo el novato Norman Ellison (Logan Lerman), un rubiecito de ojos claros con acné y expresión de perro de canil esperando adopción. Y qué mejor familia para acogerlo que nuestros amigos del tanque. Pero a los muchachos fierreros les cuesta aceptarlo dentro del grupo, por eso lo someten a pruebas crueles para que demuestre su hombría y valor en el campo de batalla, y así se gane el ticket de admisión al selecto clan. Una coming of age bélica.
Pero Norman es el único hombre íntegro, con alma y corazón, incapaz de matar nazis. Y Wardaddy viene a hacer las veces de su “daddy”, poniéndole límites pero conteniéndolo cuando es necesario. Entre todos le enseñan a amar al tanque, a cuidarlo como si fuera un integrante más, a venerarlo y a protegerlo. Y eso implica matar nazis, algo para lo que el pequeño Norman no está preparado, hasta que la presencia femenina (la escena en la casa de las alemanas) lo modifica y le hace torcer sus fuertes convicciones. Básicamente, el pendejo, después de ponerla y ver cómo matan a su novel amada, sale a liquidar nazis a lo pavote, en una súbita toma de conciencia, que, de todas formas, no termina de alejarlo del todo de su integridad, teniendo en cuenta que la película decide redimirlo con la supervivencia.
Los lobos viejos, ya cansados, le ceden el lugar (tanque) al joven Norman, que tiene toda su vida por delante, en una suerte de traspaso de mando, no sin una cuota importante de ñoñez y lacrimogenia, especialmente por parte del bueno de Shia LaBeouf.
Corazones de Hierro vendría a ser una Bastardos sin Gloria sin humor y cargada de solemnidad.
Dato de (c)olor: actor del método, Shia determinó que para encarnar al personaje, la única forma de lograr verosimilitud y realismo era no bañándose durante todo el rodaje, proeza que le valió el odio por parte de Brad Pitt, que terminó fumándose su olor a culo y bolas embarradas por varias semanas. El método logró, además del mencionado efecto en el hocico de Pitt, unos lagrimales excesivamente mojados (producto de la mugre en los ojos, sospecho), dando como resultado un Shia LaBeouf sucio y lloroso durante los 120 minutos de metraje.
Porque si de realismo se trata, otro punto a destacar de Fury son las balas láser, que se desprenden de cada arma, ametralladora o misil disparado, en una suerte de “homenaje” (¿voluntario?) a la Guerra de las Galaxias. Cine desconcertante, que le dicen.
Pero volviendo a lo que nos compete, la película resuelve la última batalla y bautismo del pendex con una escena de una sandez inusitada: sobrepasados en número y armamento, nuestros muchachos deciden quedarse en una barricada a defender al tanque herido, cargándose ellos 5 (o 6, si contamos al amigo ciempiés) a casi todo el batallón germano, de la noche a la mañana (literalmente, porque la película pasa de un mediodía soleado a una noche cerrada en cuestión de segundos). Bueno, a casi todos.
Y así es cómo nace un nuevo héroe, un hombre renacido, un hombre desvirgado, un adulto que toma la tradición viril de sus compañeros y se erige como nuevo monarca del tanque. Porque los tanques, como los autos, son amigos fieles, amigos con ruedas que no hablan, no se quejan, solo están ahí para acompañar y ayudar a los niños a hacerse hombres.