Bastardos con gloria
Un “tanque” sobre un tanque. Así podría definirse a Corazones de hierro, nuevo film del irregular director (Reyes de la calle, En la mira) y cotizado guionista (Día de entrenamiento) David Ayer.
Más allá de las claras diferencias de búsquedas y estilos entre Ayer y Quentin Tarantino, es inevitable comparar a Corazones de hierro con Bastardos sin gloria, sobre todo porque en ambas aparece Brad Pitt al frente de un batallón de desahuciados devenidos –a su manera– en héroes. El Don 'Wardaddy' Collier es tan duro y despiadado como el Aldo Raine, aunque –claro– sin ese toque canchero y sobrador tan característico del universo tarantiniano.
La película –bastante más clásica y old-fashioned que su predecesora– alcanza a retratar con bastante intimidad y sensación de urgencia la amistad, la camaradería, las lealtades de ese grupo de militares que se pasa buena parte de las más de dos horas del film dentro de un tanque Sherman en la Europa de 1945, poco tiempo antes del final de la Segunda Guerra Mundial (en ese sentido, hay algo de la israelí Líbano en la propuesta).
El problema es que, más allá de la potencia de algunas escenas de acción y del notable aporte visual del DF Roman Vasyanov, Corazones de hierro termina apelando a bastantes lugares comunes a la hora de trabajar la relación maestro-alumno entre el personaje de Pitt y el novato Norman Ellison (Logan Lerman), en un típico relato de iniciación, de paso de la inocencia virginal a esa mezcla de cinismo, valor y patriotismo tan propios de los films bélicos como este. Tampoco escapan de los estereotipos varios personajes de esta historia coral como el latino Gordo de Michael Peña, ese sureño bruto que es Coon-Ass de Jon Bernthal o el místico y aleccionador Bible que encarna con bastante dignidad Shia LaBeouf. Nada que derrumbe el interés general por la historia, pero que de alguna manera la achata y la convierte en un film más sobre los profesionales y las miserias de la guerra.