Corazones de hierro

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

La violencia de la historia

Polifonías, intertextualidades, cadenas de enunciados, traerían a colación los que estudiaron semiótica. Todo enunciado dialoga con alguno anterior, clamaría un bajtiniano. Y en este caso, “Corazones de hierro” (“Fury” en el original, el nombre del tanque en cuestión) dialoga con mucho de la narrativa y el cine bélicos que la preceden: cada uno tendrá sus referencias personales.

En estos casos, siempre gustamos en estas líneas por remitirnos a “La roja insignia del coraje”, de Stephen Crane. El autor, que todavía no había visto un combate de cerca (pero le estaba destinado desaparecer como cronista de guerra) mostró que, vista de cerca, la guerra no tiene “argumento”: es una sucesión de escaramuzas sin solución de continuidad, que termina cuando el sujeto de la narración es abatido o rescatado, o se impone en la contienda. Esto lo logra muy en este caso David Ayer (guionista y director), pero con la capacidad de (sin contradicción aparente) lograr un crescendo en la acción, en el último cuarto del relato, lo que le da cierta investidura de narración épica.

En ese final también habrá tropas que lleguen, pero demasiado tarde: un remate que (en otra mirada del mismo conflicto) usó Roberto Benigni en “La vida es bella”. Y si de cambiar la óptica se trata, ¿por qué no pensar que estamos en el lado opuesto de “La caída”, el filme de Oliver Hirschbiegel? No sólo por el cambio de bando: aquí vemos cómo fueron cayendo, entre fuego, barro, sangre y escombros, las divisiones que al Führer se le borraban del mapa en la famosa escena que luego se viralizó, banalizada, en Internet con diferentes chistes.

Matar y morir

Hablando de banalización: la guerra es banal, nos dice Ayer. Nos lo cuenta en una larga escena en la casa donde se refugian dos mujeres alemanas que interactúan con los protagonistas. El brevísimo remate de la misma nos muestra cómo los sólidos pueden desvanecerse en el aire (literalmente) durante la contienda. “Esto es la guerra”, remata el veterano asistente de artillero Grady “Coon-Ass” Travis al novato del grupo, Norman Ellison, todavía en busca de respuestas.

“Los ideales son pacíficos, pero la historia es violenta”, le disparará con sabiduría Don “Wardaddy” Collier, el sargento a cargo del tanque Fury, cuya tripulación se completa con el artillero Boyd “Bible” Swan y el conductor Trini “Gordo” García. Grady y Gordo son hombres simples, que viven el día a día de la realidad que les toca. El religioso Boyd comparte con su jefe cierto sentido de trascendencia, o al menos de una búsqueda de alguna respuesta ante tanta perplejidad.

Había un asistente de conductor que disparaba la ametralladora frontal, pero cuando su cabeza se desparramó por el tanque, alguien decidió sacar al mecanógrafo Ellison de un camión y meterlo de cabeza en la realidad de la madre de todas las guerras.

Porque estamos en abril de 1945, con los aliados entrando en Alemania que se defiende con sus últimos recursos, enviando niñas con trenzas en uniforme a enfrentar la invasión final. Pero todavía quedan algunos SS-Waffen (los soldados de la Schutzstaffel, los “hombres de negro” que Wardaddy odia especialmente) y con ellos habrá una última batalla, en la que el sargento Collier se parece a un héroe de western: no escapar, no retroceder, aunque vengan degollando, aunque sepamos que de ésta casi seguro que no se sale.

Cicatrices

El Collier de Brad Pitt se parece en algo al teniente Aldo Raine de “Bastardos sin gloria”, más allá de que los encarne (con maestría y conocimiento de la subjetividad) el mismo actor: ambos son hombres despiadados, llenos de odio a los SS (en el caso de Wardaddy, nunca del todo explicado, como su conocimiento del alemán), pero con la chispa de la humanidad debajo de la piel surcada de cicatrices.

El segundo en la lista del elenco es Shia LaBeouf, quien con su Bible se aleja definitivamente de los papeles juveniles que lo dieron a conocer, ahora más adulto que nunca. El que sigue siendo joven es Logan Lerman, cuyo Norman dejó la máquina de escribir, como él dejó al Charlie de la máquina de escribir (su personaje en “Las ventajas de ser un marginado”). Michael Peña (Gordo), y Jon Bernthal (Grady) están desde sus lugares a la altura de sus compañeros, en una química de risas y dolor, de coraje y miserias.

La ambientación no debe envidiarle nada a otros filmes bélicos de más fama. La dirección de fotografía de Roman Vasyanov hace lucir el barro y la catástrofe creadas por el equipo liderado por el diseñador de producción Andrew Menzies con los directores de arte Phil Harvey y Mark Scruton, con escenarios montados por Lee Gordon y Malcolm Stone, y vestuario a cargo de Maja Meschede y Anna B. Sheppard. Su trabajo hace que nos hundamos en la realidad de la guerra más narrada de todas, quizás porque fue la que más costados tuvo. Pero guerras seguirá habiendo, porque la historia seguirá siendo violenta.