Transformers versión 1945
El cine bélico siempre intentó abordar cuestiones que engloban o que forman parte del esquema de la guerra, estableciendo posicionamientos ideológicos y políticos y reflexionando sobre nociones como el deber, la lealtad, la adicción al conflicto, el abuso, la manipulación e incluso la destrucción del alma humana, por nombrar sólo algunas. Hasta cuando se limitó a contar historias simples y lineales siempre necesitó -como todos los géneros- de personajes con códigos y miradas sobre el mundo particulares, distintivas, que generaran algún tipo de empatía con el espectador.
En ese sentido, Corazones de hierro por momentos ofrece algo nuevo, porque pareciera estar diciéndonos que no hay nada nuevo para contar, que lo único que queda es la descripción del salvajismo y la violencia, de los actos heroicos o los que no tienen ningún sentido, porque ha quedado todo tan gris que es muy difícil distinguir entre el bien y el mal. Todo se ha contado y a la vez nada. Se pierden las interpretaciones y sólo quedan los hechos. Se acaban los discursos, sólo queda ese universo de locura. Es una idea tan interesante como siniestra, porque también implica el triunfo absoluto de una visión -muy estadounidense, por cierto- de puro conflicto, de puras potencias enfrentadas, donde el hombre se deja ir, se expone a sí mismo como alguien incapaz de redimirse o pensar lo que está haciendo. Es la posmodernidad cinematográfica más sangrienta posible.
No deja de ser lógico que el film transmita esto porque David Ayer en ciertos tramos de su carrera -como cuando escribió el guión de Día de entrenamiento- mostró interés por desarrollar personajes que sirvieran como trampolín para pensar, entender y reflexionar sobre los códigos de violencia urbanos, a ambos lados de la ley, pero últimamente venía demostrando que el único objetivo de su cine ha pasado a ser el acumular capas de violencia con unos cuantos toques de machismo, con narraciones que siguen a puros estereotipos. En este caso, alejándose del territorio urbano estadounidense y yendo al pasado, a la Segunda Guerra Mundial, en pleno territorio alemán y a muy poco de terminar el conflicto.
Lo cierto es que los personajes de Corazones de hierro son pura superficie, seres no sólo antipáticos en sus acciones o dichos, sino también huecos, sin un verosímil sólido en sus distintas construcciones, que jamás generan en el espectador un mínimo interés por las desventuras que atraviesan. Ni siquiera el jefe del pelotón que hace Brad Pitt -que pasa de ser un hijo de puta a un tipo sensible sin mucha transición- ni el pobre novato del grupo encarnado por Logan Lerman -obvio y repetido en todas las inseguridades que demuestra- tienen algo para ofrecer. Los otros tres, interpretados por Michael Peña, Shia LaBeouf y Jon Bernthal, son unos imbéciles sin remedio. Eso es paradójicamente funcional a la construcción narrativa del film, que va dirigida a un público que lo único que busca es ver gente reventando por los aires o ametrallada de imaginativas formas, por lo que jamás va a estar interesada en preocuparse por lo que le pase a los protagonistas.
Pero claro, a Corazones de hierro le agarra un poco de culpa hollywoodense y trata de decir algo, pero ahí es aún peor, porque se revela manipuladora e hipócrita, como en la indignante -y larga- secuencia que transcurre en la casa de unas mujeres alemanas. Y cuando llega al centro de su anécdota -el enfrentamiento del quinteto dentro de un tanque contra un batallón completo de nazis-, intenta darle humanidad a esos estereotipos que ensambló previamente, pero ya es demasiado tarde, lo único que tiene para contar es cómo cinco tipos se liaron a tiros contra un número mucho mayor de enemigos.
No deja de ser llamativo que, a pesar de estar situada hace casi setenta años, Corazones de hierro es un film bien de este presente: los personajes en buena medida hablan como si estuvieran en el Siglo XXI y está diseñada en pos de un público cuya relación con la muerte o la violencia es efímera, que sólo se ve afectado por el horror si es algo cercano que afecta su cotidianeidad. Detrás de su pátina de corrección, es una película al estilo Transformers: ruidosa, vacía, puro espectáculo y artificio, aturdimiento extremo de la sensibilidad del espectador. Hasta está -oh casualidad- LaBeouf volviendo a hacer de Sam Witwicky. Optimus Prime puede sentirse orgulloso: ha dejado un legado.