El origen de esta nueva película de Raúl Perrone estuvo un poco marcado por la casualidad. O no tanto. Probablemente ya tenía la idea de cerrar una trilogía dedicada al italiano Pier Paolo Pasolini. Entonces encontró en el parecido físico de un alumno de sus talleres la excusa perfecta. A partir de ahí empezó a construir un proyecto que terminó reafirmando su conocida voluntad para la experimentación: usó una cámara estenopeica (cámara fotográfica sin lente) con la que consiguió una imagen poco convencional que combina muy bien con un relato más bien abstracto sobre las aventuras amorosas de un artista multifacético (Pasolini fue cineasta, periodista, filósofo, novelista, dramaturgo, pintor, figura política pero sobre todo poeta, una condición que Corsario celebra con la creación de su propio lenguaje).
El film también tiende un puente con este presente en el que la identidad de género se viene reconfigurando a ritmo acelerado, trabajando deliberadamente con una serie de personajes andróginos y algunos de los biotipos del conurbano que suelen poblar las historias de Perrone, instalado desde siempre en su universo personal de Ituzaingó.
Funciona mucho mejor cuando el director confía en singularidad de las imágenes que supo elaborar con una inventiva notable (muchas de ellas de una belleza cautivante) que cuando apela a la voz en off para reforzar una ambición poética que igual era manifiesta.