PERRONE, EN MOVIMIENTO Y EXPLORANDO
No es la primera vez que Raúl Perrone alude a Pier Paolo Pasolini, pero lo que hace tan singular a Corsario es la posibilidad de construir una biografía icónica. Por supuesto no se trata de una sucesión de hechos cronológicos ni mucho menos, sino de la captación de dos o tres aspectos que representan la genial naturaleza del gran director italiano. El primero de ellos es la combinación del cine con la poesía. Ambos lenguajes recorren toda la película en diversas circunstancias, ya sea en un prólogo cuyo marco es un casting donde los candidatos leen versos, son observados en sus movimientos para un film potencial o en esa voz que recita en ciertas ocasiones estratégicamente incluidas. Segundo, porque allí están los raggazzi di vita comidos por la cámara a medida que caminan por la calle, dialogan y son seducidos. Tercero, porque se da cuenta también del trágico final pero en una secuencia maravillosa donde el reflejo de unos chicos en skate atraviesa el cuerpo tendido del Pasolini actor.
Nuevamente Perrone sorprende y actualiza signos del universo del cineasta con las marcas del presente, no solo de la patria, Ituzaingó, sino con los chicos cuya identidad sexual se abre de un modo impensado en los setenta pero que hubiese sido celebrado por Pier Paolo. A todo ello, y tal como viene ocurriendo en esta etapa de su carrera, hay que añadir el carácter experimental de las imágenes, que oscilan entre fragmentos con el foco al límite y otros cuya nitidez naturalista contrasta fuertemente. El uso de una cámara estenopeica confirma la movilidad incesante y la exploración de Perrone, más inquieto que nunca.