Una de las características más apasionantes de la obra cinematográfica en mutación de Raúl Perrone es que constantemente nos recuerda que bajo su gramática anegada (pero nunca colapsada) de texturas y por encima de su sintaxis epsteiniana-antinarrativa subyace (y se superpone: la abraza) la intención de buscar nuevo aliento para lo -sencillamente- simple. El estilo es todo en el cine y el estilo de Perrone es todo lo indiscernible que puede ser, lo que habla bien de su vocación antiautoral. ¿Es un cine de post-collage (est)ético el cine de Perrone, en tanto se para firme frente la imposición de la normatividad argumental? Preexiste en el modo de trabajo actual del cineasta una disciplina cuasi-marcial: no salirse jamás del enfoque experimental o -para decirlo más extensamente- libre en tu totalidad, pero libre de verdad, tipo pájaro libre bien hippie. El historiador que algún día se ocupe de la biografía cinematográfica de Perrone será el rey de la crónica de los volantazos estéticos y le deseo suerte en el acometimiento de cada una de las varias facetas que ha desarrollado el paladín audiovisual de Ituzaingó para contar lo que siente, desde las caricaturas que desarrolló en medios de comunicación gráficos hasta su actual intransigencia francotiradora (o francofilmadora) para re-caricaturizar, pero sin piedad, la docilidad con la que el cine se acota a una convención formal: lo poco que une verdaderamente el último corpus perroniano, el del Perrone más insólito (el que imbrica cine mudo, Pasolini, cumbia bonaerense electrónica, Bresson, aceleración de imágenes y somnolencia cinética rigurosamente vigilada como los trenes de Menzel), lo único que une ese corpus es su profanación de lo convencional. Perrone es un sabueso inteligente que sabe dónde ha escondido sus huesos para desenterrarlos en el momento apropiado, acaso cuando aqueja su hambre de cine.
Otro punto neurálgico en el análisis de esta última película: entre las bisagras de su montaje caleidoscópico (aunque no tan caleidoscópico en el sentido de que el caleidoscopio reinventa sus geometrías desde la aleatoriedad, no a conciencia) y bajo el estupor que mantran sus exponenciales proliferaciones de capas tectónicas de sonidos viejos y nuevos audios de no-autor, existe, sí, un autor, pero uno que se desacredita orondamente con la presentación de la etiqueta “Antiautor”, que antepone, en mayúsculas, casi como un logotipo de insurrección, a los créditos de sus últimas excursiones en el territorio de una variable de la cultura lisérgica que podríamos pispear como “psico-aséptica”: sin consumo de drogas, sin químicos extranjeros en los mares de glóbulos endovenosos.
Conjeturemos, que es gratis conjeturar: Perrone podría ser un médium inconsciente entre la masa magmática de la creación total y los filamentos sutiles de su narrativa, que va desmadejando en cada película hasta darnos la impresión de que no hay inicio ni final en la zona donde él encuentra sus historias de no-principio y no-final. David Lynch se queja de que la gente no entiende la vida pero que aún así no busca explicaciones y que cuando no entienden su cine quieren que se lo expliquen. Tiene razón. Lynch podría comer una hamburguesa con Perrone y hablar el mismo idioma, al menos en relación a sus postulados frente al espectador. Los cuadros no se explican, como dijo otro, ¿por qué tenemos que explicar las películas? Analizar, no explicar.
Perrone es un habitante de Ituzaingó químicamente puro, retroalimentado por su urbe, ubre que colma su sed de hacer. Filmada con una cámara estenopeica (de la Química pasamos a la Tecnología de tiempos aristotélicos), artefacto sin lente que juega con la luz bajo otras reglas, Corsario es una de las mejores películas de este autor (lo siento, Perro) porque además consigue abstraer la fisicidad del relato gracias a una banda de sonido con vista al mar de la locura, de la locura de la que brotan poetas como Pasolini. De la locura de la que hablan aquellos guardianes cancerberos del relato en actos. El acto en cuestión aquí es sobrellevar a cuestas esta animosidad contra la linealidad narrativa o seguir fiel a un camino sobre cornisas. Y estamos seguros de que sabemos de antemano la respuesta que puede darnos este pro-autor de lo anti. En el cine de Perrone hay un “anti” y un después. El “después” se revela con cada película nueva, de las que pare sin parar.