El casting de Pasolini
Raúl Perrone vuelve sus orígenes al homenajear a uno de sus realizadores favoritos en en Corsario (2018), una propuesta más tradicional en cuanto a lo narrativo que experimenta con texturas, imágenes y formas en una posible continuidad de Pier Paolo Pasolini por el conurbano bonaerense para hacer una reflexión sobre el acto creativo y su correlato en la vida real.
En el arranque Pasolini y un asistente entrevistan a posibles actores para una próxima película. Es inevitable no imaginar al director en la misma situación casteando a aquellos jóvenes que pasan por la prueba. También es inevitable que la idea de “casting sábana” se entremezcle aún imaginando la rigurosidad y exigencia.
En el casting les dictan acciones y les hacen leer versos de Dylan Thomas en reiteradas oportunidades para evitar caer en el error de descartar por el descarte mismo a los participantes. Tras esas pruebas el realizador se aleja y comienza a transitar las calles del barrio en busca de jóvenes, seduciendo y dejándose seducir, ocultándose tras sus lentes y fumando sin parar.
Corsario devuelve la frescura de un Perrone primigenio, a su propuesta radical que con el tiempo se fue multiplicando, que lo hizo perder en laberintos creativos sin salida y que hasta la fecha lo llevan a producir y producir cine sin parar. Lo novedoso en esta oportunidad es, por un lado, la utilización de un personaje real y con anclaje histórico, mientras que por el otro, el director se anima a destruir la pantalla con un elemento técnico, una cámara estenopeica (restaurada para la oportunidad) con superficies que surgen por sí solas, emergen, brotan.
Entonces, ya no se podrá levantar el dedo para acusar por prejuicios, al contrario, al realizador desarrolla todo un trabajo que se desprende de cinematografías robustas, por lo que al aparecer y exigir otros formatos, las difuminaciones o sobreexposiciones forzadas (algo que sí realizaba en películas anteriores de manera deliberada), deviene en un resultado que la propia imagen vuelve artificio.
Corsario disfruta de actores ignotos para envolverlos en cine, brota celuloide (aunque ya no sea el material madre) en cada escena y en la plasticidad de la suma de encuadres y cuerpos como cuadros de antaño. El cine para Raúl Perrone es un lienzo, y en él cuenta experiencias, viajes al pasado y al presente, sólo como testimonio de su fidelidad a sí mismo, con el derrotero de un realizador que además supo conectarse con la gente desde su sensibilidad y, por decisión propia, luego no hable más. No es casual que en uno de los pasajes un niño le cuente a cómo alguien se ahogó en el río, meta mención a otra de sus películas en las que los cuerpos se representaban como meros objetos de la acción y conflictos.