Adorando a Pasolini
Raúl Perrone se caracterizó desde sus orígenes por ser un director rupturista: opta por filmar de manera independiente -sin ningún tipo de subsidio-, sin productores, casi siempre en Ituzaingó (la localidad donde vive) y casi sin artificios técnicos. Su cine es puro y realista, usualmente en blanco y negro y con un tratamiento sonoro particular.
Para muchos, Perrone da la impresión de hacer un cine amateur, pero lo de él es más experimentación y minimalismo que falta de conocimiento. Perrone quizá sea un director aún incomprendido, pero a su vez ha logrado contar con un gran número de fans a lo largo de los años.
En esta oportunidad nos deleita con Corsario (2018), en la que elige un actor para ponerle el rostro de Pasolini, su director predilecto y admirado. En la película la cámara de Perrone acompaña a su protagonista desde un casting para una nueva película hasta los momentos de café en la confitería y la mirada fascinada y sexual hacia los jóvenes de una plaza, significándolos como sus amantes en un poema con voz en off y escenas que remiten a cuadros de Caravaggio.
Todo esto en las calles comunes del barrio de Ituzaingó pero haciéndolas pasar por los bellos pasajes de Italia. Y además filmado con una cámara estenopeica, hecho que consigue separarnos de un cine de alta definición para encontrarnos con imágenes fuera de foco, manchas en la cinta y colores difuminados.
La magia del cine de Perrone radica justamente en eso, en soñar lo que no somos y en ser lo que queremos ser. En Corsario Perrone es Pasolini y Pasolini es Perrone. Fanatismo y ficción juntos.