Cosmopolis

Crítica de Diego Lerer - Otros Cines

Ciudadano Packer

Los créditos iniciales de Cosmópolis se desarrollan sobre un fondo que parece imitar a un cuadro de Jackson Pollock siendo pintado en el momento. Los créditos de cierre, en tanto, hacen algo parecido con obras que podrían ser de Mark Rothko, un nombre que se menciona como parte (temáticamente) importante de esta adaptación al cine de la novela de Don DeLillo que dirigió David Cronenberg. En algunas entrevistas, el realizador de La mosca y Una historia violenta dijo que, con esas elecciones, quería “enmarcar” el intento del protagonista -un financista multimillonario de 28 años- de viajar desde el caos (Pollock) a la calma (Rothko). Pero en un sentido algo más formalista, uno podría decir que esos cuadros en movimiento son el marco adecuado a las elecciones estilísticas del film y que Cosmópolis podría pensarse como una forma de expresionismo abstracto cinematográfico.

Si bien la película es, por decirlo de alguna manera, figurativa (hay una historia, una trama, personajes, conflictos, caras y cuerpos), se torna más fascinante de ver si uno la piensa como abstracción en movimiento: personas, textos y situaciones que más que representar a un mundo real (del que se habla, pero casi no se ve) parecen ser puro concepto, suerte de maniquíes de un universo que funciona -como la Bolsa de Comercio de la que depende la fortuna de Packer- en términos puramente abstractos.

Cosmópolis cuenta un viaje en auto a una peluquería y eso es todo. Formalmente opuesta a películas como Ladrones de bicicletas, la aventura -sin embargo- le permite al protagonista acercarse a un mundo que, al menos en su cabeza (o en sus recuerdos: la “peluquería” es el Rosebud de esta historia) fue alguna vez el real. Los encuentros están allí -el film es, en un sentido, un relato de citas y conversaciones en una oficina en movimiento-, pero no sólo para revelarnos que bajo la apariencia segura de una limusina blanca (tendrán que esperar al estreno de Holy Motors, de Leos Carax, para notar la cantidad de cosas en común que tienen ambas películas, entre ellas la “limo”) en la que un millonario recorre Manhattan hay un caos urbano y un universo de neurosis varias, sino para dejarnos la impresión de que ese mundo es, definitivamente, irrecuperable.

Packer viaja en su limo blanca por una Manhattan con el tránsito cortado por la visita del presidente (“¿Qué presidente?”, le pregunta a su guardaespaldas: los países han dejado de ser una idea válida en su vocabulario) y por una serie de manifestaciones callejeras. Packer sabe -o supone- que lo buscan para asesinarlo, y moverlo por la ciudad es un riesgo que nadie quiere correr. Pero Packer necesita su corte de pelo, necesita su “retorno a las raíces”.

A lo largo del viaje se producirá el conflicto que da vida, si se quiere, a la trama de la película: el yuan (la moneda china) está subiendo descontroladamente, pero Packer (un Robert Pattinson perfecto para el rol, en un tono casi “bressoniano” de actuación, casi sin inflexiones) juega sus fichas en que va a caer. Como no lo hace, el hombre pierde millones y millones cada minuto que pasa. Pero no parece importarle: al contrario, lo despabila. Siempre dentro del auto, recibirá la visita de sus analistas de mercado, de un médico, de una amante, saldrá del coche a visitar a su igualmente distante esposa, afuera será atacado por algún manifestante y volverá a luego al coche para seguir un recorrido que no parece avanzar demasiado. El auto es, aquí, como una cápsula espacial, y da la impresión de moverse con esa grandilocuente lentitud que tienen los objetos que circulan fuera de los imperativos físicos del mundo.

Es que allí está Packer y allí se desarrolla su historia. Números abstractos, sexo seco, conversaciones mecánicas, actuaciones robóticas. Todos sus encuentros tienen una lógica absurda, como de pesadilla, y por la forma en la que no siempre se conectan bien entre sí, da la impresión de que todo podría estar ocurriendo en la mente de este hombre que empieza a sentirse liberado mientras su imperio de infografías se resquebraja.

El Ciudadano Packer, en algún momento, deberá lidiar con “el afuera” y, si bien allí la película entrará en una zona algo más convencional (la realidad es convencional y mucho menos interesante, parece decir Cronenberg, y la actuación “del método” de Paul Giamatti en esa parte del film grafica el choque de manera impecable), nunca dejará de fascinarnos con su poder de observación y con su meticulosa y clínica puesta en escena. Su uso del digital -es la primera vez que Cronenberg filma así- es tan brutalmente hiperrealista que termina siendo casi inmaterial, como estar viendo uno de esos largometrajes animados al estilo de los de Robert Zemeckis, con sus personajes de miradas inexpresivas y sus escenarios pintados digitalmente.

Cosmópolis es un film en el que Cronenberg decide llevar un paso más allá ciertas obsesiones temáticas y formales suyas de siempre. Muchos extrañarán el realizador algo más “intenso” de otras películas, pero el creador de Videodrome y Crash, extraños placeres (películas con las que Cosmópolis podría armar una trilogía sobre la destrucción del ego y del cuerpo como estados de gracia a ser alcanzados) parece haber ingresado a una etapa aún más cerebral y autorreflexiva de su cine.

En Un método peligroso, esa operación estilística le quedaba demasiado pegada al cine “de qualité” que tomaba como matriz y -en mi opinión- no lograba desmarcarse del todo como para hacerla propia. Aquí no hay más “matrix” que su concepción pesadillesca del mundo, un lugar en el que cabezas parlantes y cuerpos inertes rebotan entre sí, verbal y físicamente, hasta explotar en mil diagramas de barras y vectores infinitos.