Cosmopolis corre un riesgo: elige voluntariamente, escena tras escena, depender de los diálogos antes que de la acción. No se trata de una carencia o una falla, de apostar a eso porque no hay otra cosa: Cronenberg construye su relato en torno a las charlas que muchas veces parecen monólogos o reflexiones solitarias dichas en voz alta. Es que para reflexionar hace falta hacer un alto, una pausa, no se puede pensar en medio del vértigo y la carrera, por eso también es que Cosmopolis transcurre casi todo el tiempo adentro de un auto y en la calle pero el vehículo prácticamente no se mueve, o lo hace a una velocidad mínima y es adelantado por las personas que caminan por la vereda. Los autos vuelven a ser lugares de una fascinación inquietante como en Crash, pero ya no son usados para correr picadas o estrellarse sino que hacen las veces de oficina, consultorio médico, incluso de refugio armado. Lo interesante es ver qué se cuece en ese escenario cargado de palabras y encierro. Cosmopolis, a pesar de su referencia a temas como el capitalismo, las finanzas, las brechas económicas y sociales, no es una película sobre temas: el tono grave de los personajes y sus afirmaciones es una impostación buscada, una máscara que se calzan para parecer siniestros, para decir el Apocalipsis de manera sombría.
Ese tono es una máscara, entonces, porque no hay centro de la cuestión al cual llegar. Los personajes hablan, proponen visiones del mundo oscuras y terribles, pero casi sin escuchar al otro: cada uno está encerrado en su propio universo y no tiene curiosidad por lo que le pasa al otro, están aislados como Eric Packar en su limusina-búnker. Las ideas no se tocan, no se cruzan, siguen caminos distintos. De ahí la impostación: en Cosmopolis no hay un verdadero punto de llegada discursivo, los personajes no se miden en palabras como lo haría una película segura de sus temas y con un objetivo preciso. En cambio, Cronenberg pone a sus criaturas a monologar, a hablar para ellos mismos, y lo que dicen aparece matizado por la locura y un exceso de lo claustrofóbico.
Para un cine que gira sobre el falso centro de unas palabras alucinadas, cualquier acto apenas vital representa una aventura. Hay que viajar todo un día para cortarse el pelo o prácticamente pedir una reunión para almorzar con la propia esposa y concertar (sin éxito) un encuentro sexual. Podría ser una tentación contraponer a esa abulia la energía de los manifestantes que recorren las calles con consignas anárquicas: la agilidad de la práctica revolucionaria versus la quietud y el amodorramiento del poder financiero. Pero Cronenberg no cae en esa trampa fácil: los que protestan aparecen como extremistas y desencajados o , peor, directamente no aparecen, se los ve a través del vidrio polarizado del auto y no se sabe nada de ellos. Cosmopolis no milita por un cambio o una denuncia, sino que despliega una serie de rectas paralelas que nunca entran en contacto: la difusa revolución que se menciona de tanto en tanto no es un horizonte deseable sino otra cara distante del desencanto y la fiebre que quema el cerebro de Packar y los que lo rodean.
Cerca del final, cuando se llega a la peluquería, uno cree que allí puede surgir alguna especie de romanticismo: que el peluquero podría encarnar una defensa de lo analógico, de la tecnología de otros tiempos, de lo material, de la disciplina y la honradez del trabajo, de los Estados Unidos construidos a base de esfuerzo y abnegación, etc. Es decir, de todo aquello que pueda oponerse al universo digital, tecnológicamente de punta y financiero que circunda al protagonista. Pero fiel a su estilo, Cronenberg devela apenas otro estadio de la locura: el haber sido taxista es descripto como una obsesión malsana que arruina la vida pero que igual hay que obedecer; el peluquero, de un origen y una concepción de la vida radicalmente distinta a la de Packar, habiendo manejado hace décadas un taxi doce horas por día (es decir, vivir encerrado en un auto, aunque no sea una limusina), se muestra igual de extraño que el protagonista. Para Cronenberg no hay una Historia hecha de quiebres y cambios sino de continuidades misteriosas, que atraviesan las generaciones y las clases.
Eso sí, algo en lo que se diferencian los personajes, en especial Packar y sus empleados del grueso de los manifestantes, es la manera en que conciben el dinero y, por ende, el resto de las cosas. El protagonista y su círculo personal se mueven en unos niveles de abstracción enormes, que orbitan cada vez más sobre sí mismos, bien acorde con el capitalismo financiero que representan y defienden. Mientras tanto, los de afuera del auto, los tildados de anarquistas, proponen a modo de símbolo que la unidad monetaria sea una rata. Así chocan dos visiones del mundo y sus instituciones, una casi fantástica y otra exageradamente concreta. La “guerra” contra el yuan que declara la empresa de Packar es algo tan incierto y ridículo que cuesta pensarlo en términos reales, y la paranoia constante que lo aqueja a él y a sus asociados es un síntoma de un miedo igualmente abstracto e indeterminado.
Cosmopolis no es una película sobre temas, decía al principio. No lo es no porque no haya, efectivamente, temas, sino porque lo que se identifica generalmente como cine de temas tiende a producir una metáfora del mundo, una denuncia, una bajada de línea. Cosmopolis no podría formar parte de ese cuerpo de películas, justamente, porque gira en el vacío de lo abstracto, lo suyo no es sintetizar la complejidad de la vida en un mensaje claro y preciso sino, al contrario, aumentarla, apropiársela y devolverla como un paisaje confuso, febril, que solo se puede recorrer al precio de saber que no hay destino seguro al cual arribar.