Sólo vine a cortarme el pelo
El cine de David Cronenberg siempre fue desconcertante y, por supuesto, inquietante, perturbador. Forma parte de una generación de cineastas que, a su manera, supieron continuar la línea de otros grandes directores en los sesenta y los setenta como sintomatólogos del presente (ver excelente artículo de Silvia Schawarzböck en la revista Kilómetro 111, La escena contemporánea), lanzando diagnósticos terminales sobre la humanidad en esta nueva etapa de mercados tecnológicos y de la conformación de una nueva sensibilidad. Ahora bien, si Spider (2002) marcaba un cierto desplazamiento temático de la descomposición de la carne hacia la mente de un esquizofrénico, marcando un punto de inflexión, Una historia violenta (2005), Promesas del Este (2007) y Un método peligroso (2011) provocaron una catarata de rumores disconformes, amparados bajo el temible fantasma de la autoría: que el canadiense se había vuelto clásico, que no se notaban sus marcas personales o que había perdido fuerza (tan sólo porque ya no abundaban explosiones de cabezas o bichos saliendo de los cuerpos). Otros, incluso, festejaron con bombos y platillos este supuesto nuevo rumbo. Contrariamente, creo que este bloque de films que llega hasta Cosmópolis (2012) confirma la habilidad del director para moverse dentro de parámetros industriales en un aparente clasicismo sin resignar en absoluto sus obsesiones (como sí hizo Scorsese con Hugo, por citar un ejemplo), como una forma de reinventarse, además de confirmar una vez más su particular habilidad para llevar a la pantalla grande literatura sin dejar de respirar cine.
Cosmópolis es una novela de Don DeLillo ambientada en el año 2000 que se sostiene en base a ráfagas narrativas, donde los hechos suceden en relación a la escasez de tiempo que se tiene en la era del capitalismo en su etapa más salvaje, allí donde los seres humanos han perdido cualquier tipo de capacidad afectiva, el lenguaje se reduce a la banalidad de dos o tres frases entrecortadas y el valor de intercambio material alcanza velocidades inimaginables, a tal punto que, como reza el epígrafe de la novela (también el del film), “la rata deviene moneda de curso legal”: es decir, el carácter transitorio, pasajero y convencional de las cosas, aún del vil metal, es la marca del futuro. La película comparte este efecto demoledor acerca de la reducción de toda experiencia sensorial perdida en el desaforado mundo del capital tecnológico. Pero allí donde la velocidad opera en la novela como una marca visible desde lo formal por el ritmo en que se cuentan los hechos, Cronenberg nos ofrece una morosidad que mantiene desvelado, que intranquiliza y tensa los mecanismos de espera hacia algo que parece estallar y nunca lo hace subrepticiamente (rasgo compartido con Un método peligroso), como si quisiéramos escapar de algo que no podemos (poder hipnótico le llamarán algunos, sólo que aquí somos conscientes de lo que vemos en pantalla). Desde el comienzo, el plano secuencia nos introduce de lleno en “el radiante brillo del capitalismo” a través de esa fila de limousines atascadas hasta llegar al protagonista de la historia, un joven multimillonario interpretado por Robert Pattinson, más vampiro que nunca con su rostro pálido y su semblante monocorde, cuyo capricho es cruzar Manhattan en busca de su peluquería, hecho que lo llevará (en un final bien borgeano) al encuentro con el personaje de Paul Giamatti, ese “otro” que marcará su inevitable destino.
Es así que el riesgoso trayecto se convierta en una especie de antiodisea, pues, en vez de aventuras dignas de destacar, nos enfrentamos a diálogos sobre finanzas con diversos personajes que ingresan a la limousine-nave cibernética, a relaciones sexuales esporádicas y revisiones médicas, conservando un espacio dramático asfixiante y claustrofóbico. Mientras tanto, el afuera está signado por un clima apocalíptico de movimientos continuos que contrastan con el estatismo interior: manifestaciones, gente sosteniendo ratas, personas corriendo y un presidente que visita la ciudad con riesgo de atentados. Hay una escena que marca la idea de capitalismo sordo y salvaje, aquella en que el protagonista conversa con otro mientras el auto se mueve como producto de los ataques de manifestantes, sin que la charla se altere en lo más mínimo. Los quiebres se producen cuando Eric sale. Allí juega a ser el marido de una hermosa rubia, entre otros signos que no develaremos aquí para no contar el final, como una forma de desafiar el aburrimiento cotidiano.
Todo lo anterior no queda relegado, afortunadamente, al plano narrativo. Cronenberg apuesta a las imágenes como portadoras de sentido y como móviles para generar una especie de extrañamiento, ya sea con la lentitud de sus recorridos con la cámara o con la utilización de angulares deformantes para connotar esa especie de mundo (in)feliz informático, cerrado al consumo y consagrado a la frialdad de sus participantes. En aquellos momentos en que los personajes bajan a la realidad de las calles, su palidez se confronta con los otros seres, de carne y hueso, con sangre, que no participan de la misma carrera que unos pocos privilegiados y dueños del mundo. El director vuelve sobre la desaparición del sujeto, en este caso, extraviado en una acumulación de gestos mínimos y acciones intrascendentes (“me acurruco y trabajo”, “leo libros y bebo brandy”) donde poco se sabe sobre qué hace el otro y su vida es un valor de intercambio sostenido en la utilidad del momento (cuando el custodio no sirve más, Eric lo mata con frialdad); también sobre la idea de un mundo donde es necesario renovar los placeres cada segundo. Hay una escena maravillosa en la que el médico revisa la próstata (asimétrica) del protagonista y éste comienza a excitarse con la mujer sudorosa que tiene en frente apretando una botella de agua mineral.
Cosmópolis parece, a primera vista, anacrónica en su planteo. Me hizo acordar mientras la veía a Life without principle, de Johnnie To (2011); por un momento creía ver algo desfasado de lo contemporáneo, donde se hablaba de hechos ya conocidos. En una segunda lectura, uno se da cuenta de que el problema es la saturación de información mediática sobre estos temas que genera la impresión de que uno los viene viendo y escuchando durante décadas y, sin embargo, son recientes. También, en una segunda lectura, la película de Cronenberg confirma que su cine es esa imagen viral que queda impregnada en la retina una vez más, capaz de someter nuestra mirada a extraños placeres.