El espectro que recorre el mundo
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Los fines de año vienen siendo auspiciosos para nuestra comunidad cinéfila, ya que las salas comerciales parecen aprovechar la escasez de público para estrenar entonces las grandes obras que tenían postergadas: ocurrió en 2011 con La Cueva de los Sueños, de Werner Herzog, y ocurre ahora con Cosmópolis, de David Cronenberg, sin dudas una de las mejores películas del año que fenece (que encima vino acompañada de otro filme absolutamente singular, la adaptación de Fausto del ruso Alexander Sokurov, también muy recomendable para ver en las grandes salas). Basada en la célebre novela homónima de Don De Lillo, el nuevo filme de Cronenberg no es por supuesto un remanso para el espectador, más bien lo contrario: crónica de un día en la vida de un multimillonario empresario de Wall Street, Cosmópolis constituye un retrato tan sutil como agudo del agotamiento de una era, tal vez un ensayo sobre los últimos estertores que ofrece nuestro sistema de vida, que parece llevar inscripto en su propia naturaleza su carta de defunción. Aunque primero hay que aclarar que Cosmópolis no busca ofrecer respuestas ni explicaciones reduccionistas, sino más bien plantear un inquietante estado del mundo contemporáneo a partir de la propia existencia de su protagonista paradigmático, el empresario interpretado nada casualmente por Robert Pattinson.
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El ídolo de Crepúsculo compone aquí a Eric Packer, sin dudas el verdadero vampiro de nuestra época: genio precoz de los mercados financieros internacionales, el hombre es el prototipo existencial del capitalismo moderno, una variante asordinada de Patrick Bateman (sin la esquizofrenia festiva del personaje de American Psycho, aunque no menos desquiciado) que lleva sus negocios desde una lujosa limusina, especie de torre de marfil que lo mantiene al margen del mundo. Desde el inicio, el filme prácticamente se internará en esa burbuja de metal donde Eric podrá mantener reuniones de trabajo, controlar y ejecutar sus negocios por Internet, recibir al doctor para hacerse un examen y hasta tener sexo con alguna amante (en una fugaz incursión de Juliette Binoche). La relación central de la película se construirá así en esa dialéctica entre el adentro y afuera de la nave (filmada notablemente con planos medios que aprovechan al máximo la profundidad de campo, tanto para explorar ese hábitat tecnológico como su relación con el entorno), puesto que la urbe se encuentra agitada por la presencia del presidente de los Estados Unidos, lo que implica un peligro adicional para Eric porque puede quedar expuesto a algún atentado. Pero él se empecinará en cruzar todo Manhattann para realizarse un corte de cabello, ya que satisfacer sus deseos parece ser un imperativo categórico irrenunciable, una suficiencia que lo llevará a arriesgarse en los mercados internacionales al apostar contra el yuan chino; aunque el derrotero de sus negocios es lo menos importante del filme: Cosmópolis conctituye en verdad una ventana directa a la demencia del mundo actual. Y es que junto a La vida sin principios, de Johnnie To, se trata de uno de los pocos filmes que pueden captar la naturaleza abstracta del sistema económico en que vivimos, como lo explicitará un personaje interpretado por Samantha Morton, “consultora en teoría” de Eric, en el diálogo más exigente pero también central del filme, donde se ofrecerá un diagnóstico preciso: el capitalismo ha llegado a tal nivel de refinamiento que ha destruido todos sus nexos con la producción, ya que la generación de dinero se ha logrado independizar del tiempo, lo que sugiere el advenimiento de una crisis inminente. “Es una protesta contra el futuro”, afirma Morton en referencia a la manifestación anarquista que en ese momento está atacando la limusina de Eric: el contexto es apocalíptico, y no tardará en alcanzar a estos héroes del capitalismo global.
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Filosóficamente lúcida y políticamente revulsiva, Cosmópolis es una película que hace de la sugerencia una forma de narración: compuesta centralmente por diálogos que la mayoría de las veces eluden la simple significación (y que fueron transcriptos casi literalmente de la obra original por el propio Cronenberg), el filme es una entidad difícil de calificar. ¿Es una pieza de ciencia ficción?¿Un trhiller político? ¿Acaso una obra apocalíptica? ¿Tal vez una de las mejores películas de superhéroes que se hayan hecho jamás (ver al magistral “villano” interpretado por Paul Giamatti)? Ni siquiera resulta fácil develar el verdadero estatus de su diégesis: los encuentros casuales del personaje con su esposa, otra joven empresaria millonaria, tan hermosa como apática, sugieren también la posibilidad de que todo sea un sueño. Hay una ambigüedad esencial en el filme que es absolutamente coherente con los temas que aborda y con la propia obra del director, que ha hecho de la locura y la alucinación su campo de exploración por excelencia. Pero lo importante, en todo caso, es que este mundo que construye se parece muchísimo al que nosotros fatigamos diariamente, donde la timba financiera puede determinar la caída de un país en desgracia o su momentánea salvación. “Un espectro recorre el mundo, es el del capitalismo”, sostienen los manifestantes: pues bien, Cronenberg ha descubierto cómo filmarlo.