Lo sabemos desde hace mucho y lo venimos repitiendo hasta el cansancio: el reciclaje es el signo definitivo de la posmodernidad. Vivimos en una época que está atravesada por un eterno volver a usar, que en cine se traduce en la realización de remakes y en el rescate de personajes, géneros, relatos, etc. Lo llamativo es que, incluso después de que durante todo el siglo veinte multitud de pensadores nos enseñaran que la originalidad es un quimera, que cualquier obra siempre es una puesta en relación de escrituras anteriores, una infinita y siempre inevitable reescritura, todavía hay muchas voces que se alzan de manera un poco cómoda contra esta operación amparándose en la creencia a ultranza de la originalidad. A esas voces le sirve que haya una película como Cowboys y aliens, que como digno representante de esa tendencia posmoderna se anima a convocar y mezclar no sólo géneros sino también convenciones, iconografías, mitos. Digo que le sirve porque la última película de Jon Favreau tiene problemas serios a la hora de hacer que todo ese enorme conjunto de elementos heterogéneos conviva de manera armónica. De a ratos se tiene la sensación de estar frente a un pastiche, donde la lucha cuerpo a cuerpo de un vaquero con un alienígena no se aprovecha dramáticamente sino que parece un mero juego de cruces improbables, como si la propuesta de la película fuera solamente el rejunte de esos elementos pero sin llegar nunca a proponer un diálogo consistente entre unos y otros. Rápidamente y con una pereza argumentativa notable, muchas críticas toman a Cowboys y aliens (aunque podría haber sido otra película) como la muestra cabal de la supuesta falta de ideas de la industria y del fracaso estético de la que, parece, ya es la operación discursiva fundamental de toda una época: el reciclaje. Pero lo significativo es que la película de Favreau tenía todo para ser un más que digno exponente de ese gesto reciclativo.
Pasada la primera parte en la que se presentan a los personajes de acuerdo a los ritos del western más áspero y desencantado, el guión escrito a ¡diez manos! empieza a exhibir síntomas de una contaminación genérica que lejos de enriquecer la estructura del western la torna inestable y débil. Se percibe con la aparición de Percy Dolarhyde, el hijo del hacendado de la región que se cree con derecho a hacer toda clase de desmanes solamente porque su padre prácticamente dirige el pueblo. Pero el personaje interpretado por Paul Dano es más un adolescente conflictuado e inseguro propio del cine indie más comercial que de un western; lo mismo se puede decir del cantinero que compone Sam Rockwell, otra criatura extemporánea al género. Además de constituir una buena (aunque breve) escena de acción, la ruidosa aparición de los aliens con sus naves no hace más que complicar las cosas, porque ahora todos los personajes del pueblo se ven obligados a emprender una misión en común que les permita salvar a los seres queridos abducidos, y la convivencia interna del grupo, salvo por relaciones muy puntuales (como la del terrible coronel Dolarhyde con el chico), nunca termina de funcionar del todo y la película vira hacia una especie de cine catástrofe que no articula los dos grandes polos que (se supone) componen el relato: el Oeste y la invasión alienígena.
Sin embargo, cerca del final, cuando el combate entre hombres y marcianos (y mujeres, y niños) empieza con todo, ahí la película gana en velocidad y fuerza. Pasa que en esos momentos de violencia, luchas a mansalva y deliciosas frases hechas, Favreau recupera como no lo hizo en toda su película el espíritu del cine B más sucio, desprolijo y hermosamente desprejuiciado. Ahí está la clave que el director y los cinco guionistas tardaron casi una hora y media en descifrar: un objeto como Cowboys y aliens pedía desde un principio ese desparpajo y exceso en lugar de la construcción de una narración sólida con personajes pretendidamente profundos. Cuando la película se sacude ese lastre y se despacha con todos los tiros, sangre extraterrestre y alianzas imposibles (grandes terratenientes norteamericanos peleando hombro con hombro junto a apaches y hasta una alienígena encubierta) la historia finalmente respira y araña un poco la alegría que todos los chistes forzados de Sam Rockwell y Paul Dano no pudieron conseguir. Ahí, en medio de horribles bichos destripados, cowboys asesinados de todas las formas habidas y por haber y siguiendo una trama absolutamente inverosímil (alienígenas que quieren colonizar la Tierra para extraer oro), salpicado por la vitalidad de una película que alcanza una cumbre cambalachística insuperable, a uno le entran ganas de explicarle a todos los que dicen que “ya no saben qué inventar” que todo ya está inventado, y que la felicidad muchas veces (si no siempre) está en saber mezclar en las dosis justas esas creaciones del pasado.